La semana siguiente me dediqué a turistear, ya un poco más acostumbrado al cambio de horario y al clima. No estaba muy interesado en aprender lo relacionado con el manejo del hotel. Administrar nunca fue mi fuerte ni jamás me llamó la atención. Siendo honesto, siempre he sido un holgazán, y al notar lo barato que era vivir en Guatemala decidí no desaprovechar el lujo de que ahora podía vivir de mis rentas. El dinero me abundaba de sobremanera, con el equivalente a diez euros podía emborracharme a gusto y con el equivalente de cien prácticamente podía comer durante un mes.
Como el beber solo me hacía sentir como un alcohólico, siempre que me ponía a tomar convencía a Pedro para que me acompañara. Él no se hacía de rogar, se le notaba su buen kilometraje en asuntos etílicos pues absorbía todo como una esponja. Entre juergas me fui ganando su confianza. Gracias a él en poco tiempo conocí casi todos los bares y absolutamente todos los prostíbulos del municipio.
En búsqueda de lugares nuevos una noche terminé en el bar donde conocí a María, una camarera con unos ojos cuyas pupilas se me antojaron como agujeros negros que me succionaron por completo a un universo paralelo. Era una mulata alta, para ser guatemalteca, con un cuerpo tan firme que parecía estar hecho de jade. Además poseía un rostro precioso y un tono de piel tan uniforme y brillante que me hacía estremecer con su cercanía. Recuerdo que tartamudeé la primera vez que le hablé para intentar invitarla a un trago al terminar su turno. La media sonrisa que me regaló, a pesar de su fulminante rechazo, me animó lo suficiente para intentarlo nuevamente con resultados infructuosos las tres noches siguientes.
Pedro me advirtió varias veces que tuviera cuidado con ella, pues se rumoreaba que tenía un novio muy celoso, y todas esas veces mandé a mi guía turístico a tomar por el culo con el más grosero de los despotismos (luego aprendí que si quería callar a alguien de una manera grosera, en Guatemala, bastaba con decirle «Sho»). Fue hasta un día en que la encontré en la plaza del municipio por la tarde, probándose un collar de bisutería, que la mulata por fin me prestó atención. Ese día me confesó que yo era de su gusto y que lo único que estaba esperando para tomarme en cuenta era encontrarme sobrio.
Poco tiempo hizo falta para que me enamorara de ella como un colegial ingenuo. Recordar las situaciones y los detalles que me llevaron a eso me resulta demasiado doloroso como para describirlo a detalle. El problema en sí fue que me correspondió y es probable que eso haya sido el inicio de mi perdición. Mi purgatorio personal comenzó con una ilusión de cielo. Gracias a mis salidas con María conocí todo lo que no tenía que ver con bares y prostíbulos en el municipio, además de otras provincias aledañas. Ella, con su humor espontáneo y auténtico, me enseñó a apreciar la vida como ninguna otra pareja que tuve anteriormente, y también, sobre todo, me enseñó a apreciar este inhóspito país al que antes de estar con ella no le había encontrado la gracia.
María se marcó en mí como un tatuaje mediante todas las evoluciones e interacciones que tuvo conmigo. Me marcó con su forma de reír, su forma de besar y la manera en que me abrazaba y me clavaba las uñas, sumergida en mares de divinos temblores, cuando se corría. Con ella la bebida se convirtió en un hábito innecesario.
Recuerdo que una vez me llamó «mi Tonatiuh». Cuando intrigado le pregunté qué significaba eso me respondió que era el nombre que los aztecas le habían dado a Pedro de Alvarado, el conquistador de Centroamérica. Si mal no recuerdo significaba «el Sol», apodo que aquel personaje se había ganado por su aspecto físico, misma razón por la que a mi amada se le había ocurrido llamarme así. Otra justificación de aquello era que para María yo era quien la había conquistado.
Nunca me molesté en preguntarle por su supuesto novio celoso, principalmente porque ese tipo de cosas jamás me detuvieron para seducir a alguien. En realidad no me importaba o quizá ni me acordaba del susodicho, hasta que tuve mi primer enfrentamiento con él.
Una noche, mientras bailábamos en una discoteca, noté que María repentinamente se puso nerviosa. Me tomó del brazo y me gritó al oído con la voz quebrada que saliéramos de ahí lo antes posible. Ya afuera del lugar, cuando la intensidad de la música comenzó a disminuir, escuché a un tipo gritar: «¡Ya sabía que eras una puta! Pero al menos me hubieras cambiado por un hombre, y no por ese gachupín marica».
De inmediato me enardecí, y más aún al notar que María comenzó a acelerar el paso y a decirme: «¡No le hagas caso! ¡Vámonos!».
Me giré para ver bien a aquel tío que comenzó a seguirnos. No era más alto que yo pero sí más fornido. Su tono de piel era cobrizo y al estar vestido con ropa oscura se camuflaba con la noche, exceptuando cuando pasaba por algún tramo donde llegaba la luz del alumbrado público. Me colmó la paciencia, pues sus insultos hacia nosotros no cesaron en ningún momento. Regresé para enfrentarlo. Estaba tan molesto que apenas si sentí los esfuerzos que María hizo sobre mi cuerpo para detenerme.
—¿Cuál es tu problema, pedazo de mier…? —Ni siquiera acababa de increpar a aquel infeliz cuando sentí un escupitajo chocando contra mi cara. Mi primera reacción, que sucedió en una fracción de segundo, fue limpiarme el rostro, momento que el maldito aprovechó para comenzar a golpearme. Cada tortazo que me lanzaba iba acompañado de un insulto.
Nunca he sido el mejor de los peleadores, pero he de señalar que siempre fui bueno para soportar golpes. El primero que mi contrincante me dio fue certero como para hacerme retroceder y perder momentáneamente el balance, para mi suerte los siguientes golpes no fueron igual de efectivos por lo que tuve tiempo suficiente para recuperarme y responderle con una patada en la entrepierna. Cayó de rodillas y yo, sin chistar, dejando salir toda mi ira acumulada en vida, aproveché la oportunidad para comenzar a molerle la cara a puñetazos (o como aprendí que se dice aquí: «a vergazos»). Cuando le atesté el quinto ya estaba haciendo gárgaras con su propia sangre y con uno de sus dientes. Le hice morder el polvo, pero como mi furia aún no se había disipado le pateé el estómago provocándole tal dolor que se dobló en posición fetal. Habría seguido hasta consecuencias fatales de no ser porque María, envuelta en llanto, me pidió que desistiera.
Hasta tiempo después me enteré que aquel maldito se llamaba Giovanni Arriaga y que era temido por varios en el pueblo por ser hijo de un adinerado terrateniente del municipio. También me enteré de que María había seguido con él por un tiempo, aun cuando ya no lo amaba, por miedo a sus represalias. Desde esa fecha una punzante molestia estomacal me acompañó a todos lados. A pesar que aún seguía con María a mi lado nunca más volví a sentirme seguro. No podía andar solo en ningún lugar sin cuidarme las espaldas constantemente. Vivía con el presentimiento de que tarde o temprano el malparido de Giovanni volvería para vengarse de mí, no tanto por la paliza que le di sino por lo que le arrebaté.
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Ánima Sola
HorrorAntonio Rodríguez, un guatemalteco que ha vivido la mayor parte de su vida en España, regresa a su país natal para cobrar una oportuna herencia que lo salva de la penuria. Sin embargo, mientras se va adaptando de una manera hedonista e irresponsable...