Capítulo 5

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Increíblemente, un pariente lejano de María al que le llegó el chisme de que yo era un gringo adinerado, se le ocurrió la idea osada de demandarme por daños y perjuicios, alegando que yo había obligado a María a acompañarme al cementerio el día de su muerte. Luego de un engorroso juicio que duró algunos meses, más que todo porque los plazos entre las audiencias eran bastante largos, al final de cuentas salí victorioso. Para Carranza el asunto fue pan comido pues el argumento de mi demandante era muy débil. En el informe forense se determinó que María había muerto debido a una bala que se le incrustó en el lóbulo frontal. Lo más ridículo de todo fue que la causalidad del siniestro fue considerada de origen «accidental». Cuando en las celebraciones guatemaltecas se incurre en realizar coheterías, al parecer, muchos aprovechan la oportunidad de sacar sus armas de fuego y participar en el escándalo disparando al aire. Lo que más me enfureció fue que no se realizó ninguna indagación adicional. Morir en Guatemala a causa de una bala perdida es tan común como perecer a causa de una fuerza de la naturaleza, como un ventarrón o una inundación; otros opinan que perecer así bien se podría considerar como una muerte natural. 

Lo primero que quise hacer luego de la resolución del juicio, aparte de emborracharme por enésima vez, fue contrademandar, pero Carranza me aconsejó que dejara las cosas tal cual o podría hacerme más enemigos. Pensé que lo mejor sería venderlo todo y regresar a España. Para mi mala suerte, me enteré que había una orden de arraigo sobre mi persona por cuestiones del maldito juicio, y que debido al avance a velocidad de caracol de la burocracia gubernamental, lo más probable era que dicho arraigo se me retirara, si bien me iba, dentro de un año. 

Los rumores de que quería vender las antiguas propiedades de mi tía se esparcieron rápido.  Por lo mismo, al cabo de una semana contaba con ofertas de compra de todos mis bienes por parte de un temido narcotraficante que era dueño de la mitad del pueblo, así como también del alcalde del municipio e inclusive del mismísimo Enrique. Este último me rogó varias veces que le diera crédito, pues no tenía el suficiente capital para adquirirlo todo al contado.  A pesar de que su intención era sin duda la más noble y menos peligrosa, también me resultaba a su vez la menos rentable. 

Mientras consideraba mis intenciones de venderlo todo dos cosas horribles sucedieron en el pueblo que me hicieron acelerar mi decisión. La primera ocurrió dos semanas después de la resolución de mi juicio, por la madrugada, en las afueras de una escuela rural, junto a un riachuelo de aguas negras. Citando textualmente al periódico local: «Aparecen los cadáveres de dos hermanitas de cinco y siete años cuyos cuerpos muestran signos de abuso sexual y violencia. Sin embargo, según fuentes del Ministerio Público, ambas niñas habrían muerto por estrangulación». Lo que me pareció más abyecto de aquella tragedia que me consternó tanto fue la reacción pasiva de la gente. Ocurrían a nivel nacional tantos robos y asesinatos que la gente parecía estar acostumbrada a todo aquello. 

Lo peor vino media semana después: era medio día y yo acababa de despertarme. Desde la ventana de mi habitación se escuchaba el alboroto de una muchedumbre. Guiado por la curiosidad salí a la calle y le pregunté al primer paisano que pasó a mi lado sobre la razón de la aglomeración que se podía divisar a lo lejos en la plaza municipal. 

—¡Agarraron al hijueputa que mató a las niñas! —me respondió. 

—¿La policía? 

—No, unos vecinos que lo cacharon queriendo hacerle lo mismo a otra niña hoy por la mañana. Dicen que le dieron una buena vergueada. ¡Véngase, vamos a ver! 

Movido por una curiosidad de lo más morbosa acaté la sugerencia de mi vecino y en cuestión de minutos ya me abría paso entre la muchedumbre para examinar lo que ocurría. Lo que sentí al ver aquella espantosa escena me revolvió las entrañas. El acusado, un indígena de baja estatura, se encontraba de rodillas, desnudo de la cintura para arriba, amarrado a un poste como si estuviera abrazándolo, con la espalda expuesta y ensangrentada en la que se le notaban varias heridas largas, rectas y entrecruzadas. El resto de su cuerpo se encontraba cubierto de cardenales; además, el pobre tipo estaba desfigurado: tenía los dos ojos cerrados de la hinchazón, completamente morados y uno de sus pómulos machacado; la nariz se encontraba hecha pedazos, la mandíbula desencajada y ambos labios partidos. Jadeaba con dificultad, como un animal moribundo, casi no le quedaban dientes y balbuceaba cada vez que intentaba hablar o gritar, y cuando lo hacía escupía borbollones de sangre.  Tras él se encontraban dos tipos fornidos con fustas en las manos. Todo era orquestado por un anciano con sombrero que se dirigía a la gente haciéndole preguntas, parecía un emperador romano dándole a la plebe la oportunidad de elegir el destino de un gladiador derrotado. Yo no podía entender nada de lo que él y la gente a mi alrededor decían pues estaban hablando en cakchiquel, uno de los tantos idiomas mayas del país. 

En mis adentros sabía que era el único que en ese instante sentía lástima por aquel tipo, y por lo mismo temí que alguno de los espectadores pudiera leerme el pensamiento pues imaginé que eso implicaría que yo sería el próximo en ser juzgado. Me pregunté si alguien había considerado la remota posibilidad de que aquel desdichado fuera inocente. También me pregunté dónde estaba la policía y por qué era permitido que el pueblo tomara la justicia en sus manos. ¿Para qué cojones están las leyes? Luego hice un cálculo mental de todos los agentes que ejercían en el municipio, de acuerdo a lo que había visto en la comisaría, y yo solo me respondí al caer en la cuenta que no eran ni una décima parte de la gente que se encontraba en la plaza presenciando y apoyando aquella carnicería. Curioso de saber qué decían le pregunté a una anciana que gritaba alzando las manos cada vez que el anciano finalizaba una pregunta. La señora se me quedó mirando con desconfianza a tal punto que me asustó.  Una joven que estaba junto a ella, con un español bastante torpe, me dijo sonriendo que acababan de dictar la sentencia del tipo y que lo iban a quemar. 

Yo no podía creerlo, pero mis ojos se llenaron de lágrimas en el momento en que otro de los subordinados del anciano apareció con un recipiente transparente, quizá con un galón de capacidad, lleno de un líquido amarillento como la orina de un enfermo de hepatitis. Tuve deseos de suplicar gritando a todo pulmón que pararan, que tuvieran piedad, que el linchar a aquel tipo de una manera tan cruel no los haría mejor que él, aun suponiendo que fuera culpable. 

No entendía por qué no podía dejar de mirar aquella escena tan horrible.  Cuando comenzaron a empapar al tipo con combustible, lo cual provocó que el desdichado gritara del ardor al sentir el líquido amarillento entrando en sus heridas abiertas y en sus ojos, casi me orino en los pantalones. De pronto se escucharon las sirenas de un par de coches patrulla que llegaron al lugar. Tuve un atisbo de esperanza de que la cosa no iba a terminar tan mal, pero estaba equivocado. La gente al ver a los policías bajarse de los vehículos comenzó a abuchearlos. Todo el mundo se alborotó, la masa de personas comenzó a moverse, perdí el equilibrio y caí de bruces al suelo. Luché varios minutos por levantarme pero el mogollón de indígenas empujándose unos con otros no me lo permitía, recuerdo muy bien que recibí varios pisotones en las manos. Finalmente, logré incorporarme pero no quedé mirando al centro de la plaza sino al lado opuesto. Estaba completamente desorientado, luego escuché una retahíla de alaridos horripilantes que me hizo volverme de soslayo únicamente para encontrarme al acusado prendido en llamas. Pasados unos segundos un par de policías comenzaron a disparar al aire con tal de abrirse paso entre la gente. Con la distracción uno de ellos, que había logrado acercarse bastante a la hoguera, comenzó a azotar al acusado con una manta para apagarlo, dos de sus compañeros lograron unírsele de inmediato, ¡pero ya era tarde! La imagen de lo que quedó del hombre después de eso no la puedo describir.  

Ánima SolaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora