Un símbolo de muerte

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CAPÍTULO TRECE:

Vuelvo a observar, por enésima vez, el cuadro.

Es el retrato de una familia conformada por un padre, una madre, una chica y un niño. Son cuatro miembros y, como es de esperar, los padres son mis fallecidos tíos, los Bouvier, lo que nos lleva, a Vera y a mí, a la conclusión de que los menores de la imagen son sus herederos.

Entonces, los Bouvier sí habían tenido un hijo.

Así como también habían tenido una hija.

Y la pregunta que circula por nuestras mentes es: ¿Dónde están?

—Quisiera ir y preguntarle a papá sobre esto —digo.

Vera frota sus ojos despertándose del sueño en el que estaba sumida minutos atrás.

—Eso sería... posible si pudiera hablar con nosotras.

—Papá le dijo a Kiera que los Bouvier no podían tener hijos, y por eso eran mal vistos en la zona, ¿verdad? —Le pregunto porque mi mente confunde muchas cosas.

—Ahora que lo dices, es cierto —asiente repetidas veces— ¿Eso quiere decir que papá mintió? ¿Por qué lo haría?

Frunzo los labios, no tiene sentido que sea así. Vera me mira y dice la idea que se nos ha venido a la mente:

—¿Por la herencia?

—La verdad es que no imagino a papá haciendo algo por dinero.

—Pero tiene sentido, ¿verdad? —Asiento a su pregunta.

—¿Esos chicos estarán con vida? No, ellos son los verdaderos herederos, si fuera así, ya habrían reclamado lo suyo.

Vera chasquea con la lengua seguidas veces, así que viro hacia ella una vez más.

—Cuando te dije que confirmé que nuestros primitos están vivos, es porque lo confirmé realmente, Indira —se queja por mi duda hacia su investigación—¿Recuerdas la vez que te pedí que me acompañaras al cementerio?

Mi caída. Una visión. La herida de mi pantorrilla. El destello de esa noche me hace recordar cada detalle.

—Cómo olvidarlo.

—Pues fui a buscar la supuesta tumba de los niños, no fue sorpresa para mí no encontrar ninguna.

—¿Qué?... ¿Cómo sabías dónde encontrarlos?

—Buscando en otras habitaciones encontré unas partidas de nacimiento —explica.

—Eso significa que sabes sus fechas de nacimiento y sus nombres.

—Así es.

—¿Cómo se llaman?

Ella suelta un suspiro festivo y sus labios conjuran una sonrisa radiante.

—Y esa es mi mayor declaración y es que ¡joder!, yo debería ser detective por tan buen trabajo que hago como tal —se glorifica sin vergüenza alguna—. ¡Yo merezco más de lo que me ha tocado!

—Vera.

—Oh, sí, claro. Ella se llama Elisa, y el niño... —ríe a boca cerrada y me mira—. Adivina.

Entrecierro los ojos.

—Soy mala en eso.

—Lancelot.

Mis cejas se disparan al cielo.

—¿Lancelot? ¿E-Ese no es el nombre que está inscrito en la daga que encontramos en casa del señor veterano? —Mis palabras salen como el caudal de un río.

Líbranos del mal ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora