Buenos Aires

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Eran las once de la noche. Sentada en mi escritorio y con mi notebook encendida empecé a reflexionar y analizar qué fue lo que no hice, en que parte de la vida salteé capítulos sin darme cuenta.

Al fin y al cabo, nos arrepentimos por las cosas que no hicimos.                                                                      
A menos de un metro estaba Emma, ya dormida. Compartíamos la misma habitación ya que el departamento tenía dos habitaciones, una nuestra y otra de nuestros padres.

La notebook marcaba la luz roja, la señal de que pronto se apagaría, y el cargador vaya a saber Dios donde estaba.

Escuche a lo lejos unos pasos conocidos, que arrastraban las pantuflas de manera perezosa.

Por desgracia la puerta estaba abierta y de un manotazo en el aire, todas las lapiceras del escritorio caen en picada.

—Sofia, ya te escuché — vacila papá.

Sabía que era él.

—Sofia— insiste, mientras me hago la desentendida y fuera de existencia.

No quería hablar con él, porque siempre encontraba mi punto débil.

Hubo silencio. La puerta de la heladera se cierra y a los segundos, los pasos cada vez estaban más cerca.

Casi sin respirar, pegué un salto hasta llegar a mi cama, me tapé hasta la coronilla y como todo el mundo, me hago la dormida. Me destapo lentamente, el juego había terminado.

—¡Papi! Hoy no te vi en todo el día—sin darme cuenta, estaba sentado en la silla del escritorio.

—Lo sé. Por eso vine a verte, aunque sea unos minutos. Me contó tu hermana que hoy no tuviste un buen día—Hizo una pausa, pero sus ojos seguían fijos en mi como quien quiere intimidarte con la mirada para que cuentes algo más—Y si no quieres contarme más detalle estas en todo tu derecho, Sofia. Es más, estaba pensando en salir mañana por la mañana a tomar un café, ¿Qué te parece la idea?

Su sonrisa amorosa y sus ojos de papá preocupado me conmovieron.

—Si, pero—Mi mente, otra vez, queriéndome dominar.

—No hay peros, no te preocupes por mi trabajo pedí un franco especialmente para vos y mañana salimos quieras o no.

—Está bien... pero no le cuentes a Emma porque hace muchas preguntas—dije por fin, esperando que se arrepienta salir conmigo.


Cuando me quise acordar ya eran las 8 de la mañana, Emma ya no estaba en su cama y creí que era un sueño la conversación que tuve con papa cuando escucho dos golpecitos en la puerta.

—¿Se puede? —Abre y asoma su cabecita con mucho entusiasmo.

—¡En cinco minutos estoy lista! —Si... para levantarme.

Papa salió feliz y solo vino a inspeccionar si seguía durmiendo. El otoño en mayo ya estaba tomando su lugar, pero para las personas friolentas como yo, era necesario bufanda, campera de jean y unas botas.

De milagro estaba todo a la vista y en menos de quince minutos estaba casi lista. 

Mamá estaba preparando el desayuno para los cuatro, Emma ya se había ido a la universidad, cursaba el segundo año de administración de empresas en la UBA.

Saludé de lejos, respondieron al unísono. Me pareció extraño que papa no dijera nada al dejar que mama siga haciendo las tostadas para todos.

—Lore, nosotros nos vamos—tímidamente soltó papá.

—¿Quién? ¿Nosotros? 

—No, yo y Sofí. Vamos a desayunar afuera, la voy a llevar hasta Puerto Madero.

Mi cara de asombro, no pude disimular. ¿Por qué tan lejos? Si en nuestro barrio había miles de Starbucks.

—Está bien, pero vengan para el almuerzo que tengo algo rico para preparar— Dijo mamá, a pesar de todo ella siempre toma todo con serenidad, como es ella. 

Tardamos literalmente cuarenta benditos minutos para llegar, todo un parto.

Papá como siempre, sonriendo. ¿Qué pasa? Yo y mi escasa paciencia, él y su abundante paciencia, no la entiendo.

Nuestra relación de padre e hija era la mejor, como el sueño de cualquier chica que necesita su príncipe azul que la salve de cualquier malvado, a veces cuando necesitamos lo correcto corremos a lo incorrecto, pero él estaba ahí siempre para salvarme.

Eligió el Starbucks con mejor ubicación de Puerto, Rio, Diques y Puente De La Mujer.

Me quede observando detenidamente tanta perfección y cuando me acuerdo de entrar giro mi cabeza y papá ya se había avivado esperando a que lo atiendan.

Sus 47 años los lleva espectacular, el caballero se viste a la moda, jamás lo vi engordar un gramo (saque sus genes, soy delgada) aunque se alimente como una bestia salvaje, pero si hay algo que tengo que resaltar es su sonrisa invitándote a la alegría.

Nos sentamos en los sillones, donde parecía más cómodo y con mejor vista. El Mocha Frappuccino era una delicia.

De reojo lo miraba como junto con su cucharita jugueteaba con la espuma. Rei por mis adentros.

—Si te traje hasta este lugar sería bueno que me cuentes qué pasó o que te pasa— Su pregunta fue de la nada, golpeando mis pensamientos.

—Eh... ya sabes que no cuento mucho las cosas, pero agradezco tu tiempo y por preocuparte siempre por mí.

—Son los bajones de la nada, ¿no? — pregunto con una ceja levantada, sabiendo la verdad.

Puse los ojos en blanco y le di un sorbo largo al Mocha, para ahogar los sentimientos.

—No creo que sea buen momento.

—¿Por qué? — preguntó desafiante.

No quería hablar, la agonía ya estaba haciendo estragos. No quería llorar, no quería.

El lugar público no impedía nada, pero decir la verdad costaba. Hacerme cargo, confesar, era todo difícil.   

Papá vio como las lágrimas brotaban, sin decir una palabra. Se acerco y me abrazo tan fuerte haciéndome saber que no estaba sola.

Llorar me hace bien, y cuando lloro me libero de lo que no veo.

A un beso de distancia Donde viven las historias. Descúbrelo ahora