Marga hace una mueca de disgusto cuando escucha a alguien llamando a la puerta. Mira a su madre, quien, tan soñolienta como ella, le pone mantequilla a una tostada.
—¿Quién llama tan temprano en la mañana?—pregunta Marga para luego dar un sorbo a su café negro. Blanca se encoge de hombros.
—¿Podrías ir a ver quién es, nena?—le pide. La hija se pone de pie y se dirige a la puerta arrastrando los pies. Al abrirla, sus mirada se encuentra con la de Diego, quien sostiene a un gatito negro de enormes ojos verdes. El rostro de la mujer enrojece.
—Oh, Diego, hola—dice—. Qué pena que me veas así.
Se alisa la falda del camisón con las manos temblorosas.
—Son las seis de la mañana, es de esperarse que luzcas así—responde él, divertido—. Te traje este gatito. La gata de Doña Tere dio a luz hace dos meses y este me recordó a Noche.
—Es idéntico a él—Marga sonríe y acaricia la cabeza del gatito, quien la mira sin inmutarse—. Recuerdo que Nochito se murió dos años después de que me fui, me pesa no habérmelo llevado.
—Ahora que no piensas irte puedes darle todo tu amor a este—dice Diego.
Marga asiente.
—Mi mamá va a ponerse contenta—la mujer se hace a un lado—. Ven, pasa, ¿ya desayunaste?
—Sí, pero no me caería mal un café.
Ambos se dirigen a la mesa. Blanca saluda a Diego con un beso en la mejilla y sus ojos se iluminan cuando él le tiende al gatito.
—Es precioso. Muchas gracias, Dieguito—pasa el dedo índice por el lomo del felino—. Hace mucho que no tengo un gatito.
—Sabía que le iba a gustar.
—Toma asiento, corazón, ¿puedo servirte algo?
—Yo le haré el café, mamá—contesta Marga llenando una taza con agua caliente de la tetera—. Este no se compara con el café del torito, pero te despertará.
Aunque creo que no lo necesitas, piensa, viendo a Diego de soslayo. Cuando eran más jóvenes, Marga nunca dejaba de sorprenderse por su energía y actitud en las mañanas; se le veía radiante, sin bostezar en ningún momento. Su sonrisa era contagiosa y muchas chicas del salón querían tenerlo cerca. Esa vitalidad que emanaba no desapareció con el tiempo, pues en este momento luce igual. Blanca estaba más dormida que despierta y solo le bastó charlar un poco con él para animarse.
Marga se sienta junto a Diego y deja el café frente a él.
—Vine por otra cosa además de dejarles el gatito—dice Diego después de un sorbo.
—¿Qué cosa?—pregunta Marga.
—Es una mañana muy linda y pensé que sería buena idea si Marga y yo vamos de paseo al parque en mi bici, como cuando éramos adolescentes.
—¿Viniste en la bici?—pregunta Marga con los ojos muy abiertos.
Diego ríe.
—Tengo 32, no 60. Estoy en muy buena forma.
—No lo decía por eso. Es que Elvira me contó que ya no usas la bici.
—Ahora hago las entregas en una camioneta, pero aún uso la bicicleta en mis ratos de ocio.
—Creo que no te caería mal un poco de aire fresco—dice Blanca a su hija, poniéndose de pie—. Iré por uno de tus abrigos.
Marga sonríe. No tiene muchas ganas de salir a estar hora y con tanto frío, pero no quiere ser grosera con Diego. Blanca regresa con un largo abrigo de peluche azul y unos zapatos planos. Marga se los pone mientras que Diego termina su café. Tras unos minutos, el par de amigos abandona la casa tomados del brazo.
—Andando, señorita—dice Diego palmeando la parte de atrás de la bicicleta, donde solía poner la canasta. Marga se sienta de lado y se sujeta de la cintura de Diego cuando él toma su lugar. En cuanto inicia el camino, la mujer pierde el sopor y se maravilla con la belleza del paisaje urbano; contempla las casas y establecimientos comerciales sin una gota de nostalgia, como si nunca se hubiera ido. El viento helado le despeina el cabello y Marga contiene un suspiro imaginándose con sus largas trenzas. Todo sigue igual, hasta el cálido aroma de Diego.
Todavía hueles a miel y canela, piensa Marga, cerrando los ojos por un rato.
Llegan al parque Aldama, vacío y adornado de niebla. Pasan por el área de juegos y Marga contempla los columpios. Está por pedirle a Diego que se detenga, pero él toma la palabra:
—A Abril la encontraron cerca de la resbaladilla—dice—. No me gusta estar ahí, pero a Abrilita le encanta.
Diego acelera dirigiéndose al kiosko. Marga, con el corazón encogido por lo que escuchó, se concentra en seguir admirando el paisaje. Entonces, en uno de los árboles, mira a una persona de espaldas. Tiene el pelo negro y muy largo. No sabe si se trata de un hombre o una mujer. Marga quiere decirle a Diego que mire también, pero algo dentro de ella le impide hablar. Su corazón se estruja todavía más y el ambiente es denso, le drena la energía. La mujer se aferra a Diego temiendo caer en cualquier momento. El extraño ser por fin voltea y Marga se estremece al ver el rostro de Alejandro tal y como la última vez que lo contempló en vida.
—¿Estás bien?—le pregunta Diego a su amiga, pero ella no lo escucha.
Los ojos de ese Alejandro brillan, son del carmesí más puro que Marga ha visto.
—El cambiaformas...—musita, con la vista nublada por las incipientes lágrimas.
—¿Qué has dicho?—pregunta Diego, perplejo.
Marga siente un nudo en la garganta. Aquel viejo sueño recurrente ha vuelto a colarse en su realidad.
—Va...vámonos de aquí, Diego, quiero visitar la panadería.
El falso Alejandro sonríe y su figura se deforma, convirtiéndose en una sombra que se escurre por el árbol y luego desaparece en el suelo.
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Felidae
Vampire1965. Marga, una triste mujer divorciada, regresa a su ciudad de origen tras una serie de eventos desafortunados. Su nueva vida tranquila no dura mucho: un hombre de su pasado, más bello y seductor que nunca, empieza a visitarla cada noche para bebe...