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A la mañana siguiente me desperté y descubri que Emilio se habia ido, las velas estaban quemadas hasta los cimientos. Sobre la mesita de noche se asentaba una bandeja con un humeante desayuno caliente de tostadas, pescado sazonado, fruta y café; desde la puerta del armario colgaba una camiseta blanca muy corta, junto a unos pantalones pegados negros. Mientras tragaba el desayuno, fulminaba la ropa con la mirada todo el tiempo; pero estaba limpio y era lindo, y al final me lo puse.

Dejé caer en mi bolsillo trasero la llave que Emilio me habia dado, y la llave de acero que había liberado de las sombras, y me fui.

Casi de inmediato, me encontré con la puerta roja de la biblioteca. La abrí ociosamente, y la respiración se detuvo en mi garganta. Era la misma habitación que recordaba: las estanterías, la mesa con patas de león, e blanco grabado de Clio. Pero ahora, zarcillos de hiedra verde oscuro crecian entre los estantes, llegando a los libros como si estuvieran hambrientas de leer. Niebla blanca fluia a lo largo del piso, ondeando revolviéndose como si el viento la soplara. Cruzando el techo se tejia una red de cuerdas congeladas como las raices de un árbol. Ellas goteaban...

No como pequeñas gotas de hielo derritiéndose en los árboles, sino como gotas de agua del tamaño de uvas, como lágrimas gigantes, que se derramaban sobre la mesa y caian al suelo.

Corri hacia la puerta y cogi el libro de la mesa más cercana pero, aunque el agua goteaba a través de sus páginas, no habia penetrado en el papel o manchado la tinta.

Yo, sin embargo, fui rápidamente empapado. El techo habia iniciado un goteo más rápido tan pronto como entré.

Se me cayó el libro en la mesa y me estremeci, el agua goteando de mi cabello. El agua corria por todo mi cuerpo, haciendo que mi ropa se pegará a mi cuerpo como una segunda piel.

Ahora que sabia que no habia emergencia, recordé cómo la última vez los libros se habian negado a ser leidos y estuve a punto de dejarlos, pero al mirar alrededor, no sentía ninguna hostilidad silenciosa de los estantes que goteaban. Tal vez sólo lo habia imaginado la primera vez. La biblioteca, después de todo, no era donde vivian los demonios.

Me estremeci: vamos a devorarlos todos, oh: y golpeé mis manos en la mesa, disfrutando de la fuerte picadura contra mis palmas que no era un millón de sombras carcomiéndome, el ruido de un chapoteo sordo que no era un millón de cantos susurrados.

Y vagué por la biblioteca. No habia sonido además del gota a gota de hielo derritiéndose y el chapoteo ocasional cuando me encontraba con ur charco. La niebla se arremolinaba lejos de mis pies y luego de vuelta a mis tobillos, como un temeroso pero cariñoso gato. Me estremeci, pero el aire frio tenia un afilado sabor limpio tan dulce como la miel, que me hizo querer quedarme.

Entonces, en una pequeña habitación con una ventana, encontré e Emilio. Se sentaba en un rincón, con las rodillas levantadas bajo la barbilla, sus párpados bajos y reflexivos. Su pelo castaño colgaba inerte y empapado alrededor de su rostro; su abrigo también estaba completamente mojado.

Mis pies se detuvieron cuando lo vi. Las palabras se disolvieron en mi garganta. No podia ser amable con él después de lo que habia hecho, no podia ser cruel después de lo que habia hecho, no podia olvidar su furia, su beso o su brazo alrededor de mi cintura cuando me salvó de las sombras.

Entonces me di cuenta de que me estaba mirando.

—No deberias estar afuera tentando a un alma inocente a su perdición?-Exigi, caminando hacia una de las estanterias.

-Te lo dije.—Parecia ligeramente divertido.-Nunca son los inocentes los que vienen a mi.

Me di cuenta de que estaba mirando tan de cerca los libros que mi nariz casi tocaba sus lomos. Aparté un poco de hiedra, cogi un libro de la estanteria, y lo abri, esperando aparentar como si lo hubiese estado buscando todo este tiempo.

Belleza Cruel                                    (Emiliaco)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora