CAPITULO III

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Winston estaba soñando con su madre. El debía de tener unos diez u onceaños cuando su madre murió. Era una mujer alta, estatuaria y más bien silenciosa,de movimientos pausados y magnífico cabello rubio. A su padre lo recordaba, másvagamente, como un hombre moreno y delgado, vestido siempre con impecablestrajes oscuros (Winston recordaba sobre todo las suelas extremadamente finas delos zapatos de su padre) y usaba gafas. Seguramente, tanto el padre como la madredebieron de haber caído en una de las primeras grandes purgas de los añoscincuenta. 

En aquel momento en el sueño —su madre estaba sentada en un sitioprofundo junto a él y con su niña en brazos. De esta hermana sólo recordabaWinston que era una chiquilla débil e insignificante, siempre callada y con ojosgrandes que se fijaban en todo. Se hallaban las dos en algún sitio subterráneo porejemplo, el fondo de un pozo o en una cueva muy honda—, pero era un lugar que,estando ya muy por debajo de él, se iba hundiendo sin cesar. Si, era la cámara deun barco que se hundía y la madre y la hermana lo miraban a él desde latenebrosidad de las aguas que invadían el buque. Aún había aire en la cámara. Sumadre y su hermanita podían verlo todavía y él a ellas, pero no dejaban de irsehundiendo ni un solo instante, de ir cayendo en las aguas, de un verde muyoscuro, que de un momento a otro las ocultarían para siempre. Winston, encambio, se encontraba al aire libre y a plena luz mientras a ellas se las iba tragandola muerte, y ellas se hundían porque él estaba allí arriba. Winston lo sabía y tambiénellas lo sabían y él descubría en las caras de ellas este conocimiento. Pero laexpresión de las dos no le reprochaba nada ni sus corazones tampoco —el losabía— y sólo se transparentaba la convicción de que ellas morían para que élpudiera seguir viviendo allá arriba y que esto formaba parte del orden inevitablede las cosas. 

No podía recordar qué había ocurrido, pero mientras soñaba estaba seguro deque, de un modo u otro, las vidas de su madre y su hermana fueron sacrificadaspara que él viviera. Era uno de esos ensueños que, a pesar de utilizar toda laescenografía onírica habitual, son una continuación de nuestra vida intelectual y enlos que nos damos cuenta de hechos e ideas que siguen teniendo un valor despuésdel despertar. Pero lo que de pronto sobresaltó a Winston, al pensar luego en loque había soñado, fue que la muerte de su madre, ocurrida treinta años antes,había sido trágica y dolorosa de un modo que ya no era posible. Pensó que latragedia pertenecía a los tiempos antiguos y que sólo podía concebirse en una época en que había aún intimidad —vida privada, amor y amistad— y en que losmiembros de una familia permanecían juntos sin necesidad de tener una razónespecial para ello. El recuerdo de su madre le torturaba porque había muertoamándole cuando él era demasiado joven y egoísta para devolverle ese cariño yporque de alguna manera —no recordaba cómo— se había sacrificado a unconcepto de la lealtad que era privatísimo e inalterable. Bien comprendía Winstonque esas cosas no podían suceder ahora. Lo que ahora había era miedo, odio ydolor físico, pero no emociones dignas ni penas profundas y complejas. Todo estolo había visto, soñando, en los ojos de su madre y su hermanita, que lo miraban aél a través de las aguas verde oscuras, a una inmensa profundidad y sin dejar dehundirse.

De pronto, se vio de pie sobre el césped en una tarde de verano en que losrayos oblicuos del sol doraban la corta hierba. El paisaje que se le aparecía ahora sele presentaba con tanta frecuencia en sueños que nunca estaba completamenteseguro de si lo había visto alguna vez en la vida real. Cuando estaba despierto, lollamaba el País Dorado. Lo cubrían pastos mordidos por los conejos con unsendero que serpenteaba por él y, aquí y allá, unas pequeñísimas elevaciones delterreno. Al fondo, se velan unos olmos que se balanceaban suavemente con la brisay sus follajes parecían cabelleras de mujer. Cerca, aunque fuera de la vista, corríaun claro arroyuelo de lento fluir. 

La muchacha morena venía hacia él por aquel campo. 

Con un solo movimiento se despojó de sus ropas y las arrojó despectivamentea un lado. Su cuerpo era blanco y suave, pero no despertaba deseo en Winston, quese limitaba a contemplarlo. Lo que le llenaba de entusiasmo en aquel momento erael gesto con que la joven se había librado de sus ropas. Con la gracia y el descuidode aquel gesto, parecía estar aniquilando toda su cultura, todo un sistema depensamiento, como si el Gran Hermano, el Partido y la Policía del Pensamientopudieran ser barridos y enviados a la Nada con un simple movimiento del brazo.También aquel gesto pertenecía a los tiempos antiguos. Winston se despertó con lapalabra «Shakespeare» en los labios. 

1984 -GEORGE ORWELLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora