CAPITULO I

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No sabía dónde estaba. Seguramente en el Ministerio del Amor; pero nohabía manera de comprobarlo. 

Se encontraba en una celda de alto techo, sin ventanas y con paredes dereluciente porcelana blanca. Lámparas ocultas inundaban el recinto de fría luz yhabía un sonido bajo y constante, un zumbido que Winston suponía relacionadocon la ventilación mecánica. Un banco, o mejor dicho, una especie de estante a lolargo de la pared, le daba la vuelta a la celda, interrumpido sólo por la puerta y, enel extremo opuesto, por un retrete sin asiento de madera. Había cuatrotelepantallas, une en cada pared.  

Winston sentía un sordo dolor en el vientre. Le venía doliendo desde que loencerraron en el camión para llevarlo allí. Pero también tenía hambre, un hambreroedora, anormal. Aunque estaba justificada, porque por lo menos hacíaveinticuatro horas que no había comido; quizá treinta y seis. No sabía, quizá nuncalo sabría, si lo habían detenido de día o de noche. Desde que lo detuvieron no lehabían dado nada de comer. 

Se estuvo lo más quieto que pudo en el estrecho banco, con las manoscruzadas sobre las rodillas. Había aprendido ya a estarse quieto. Si se hacíanmovimientos inesperados, le chillaban a uno desde la telepantalla, pero lanecesidad de comer algo le atenazaba de un modo espantoso. Lo que más leapetecía era un pedazo de pan. Tenía una vaga idea de que en el bolsillo de su«mono» tenía unas cuantas migas de pan. Incluso era posible —lo pensó porque decuando en cuando algo le hacía cosquillas en la pierna— que tuviera allí guardadoun buen mendrugo. Finalmente, pudo más la tentación que el miedo; se metió unamano en el bolsillo. 

—¡Smith! —gritó una voz desde la telepantalla—. ¡6O79! ¡Smith W! ¡En lasceldas, las manos fuera de los bolsillos! 

Volvió a inmovilizarse v a cruzar las manos sobre las rodillas. Antes dellevarlo allí lo habían dejado algunas horas en otro sitio que debía de ser una cárcelcorriente o un calabozo temporal usado por las patrullas. No sabía exactamentecuánto tiempo le habían tenido allí; desde luego varias horas; pero no había relojesni luz natural y resultaba casi imposible calcular el tiempo. Era un sitio ruidoso ymaloliente. Lo habían dejado en una celda parecida a esta en que ahora se hallaba,pero horriblemente sucia y continuamente llena de gente. Por lo menos había a la vez diez o quince personas, la mayoría de las cuales eran criminales comunes, perotambién se hallaban entre ellos unos cuantos prisioneros políticos. Winston sehabía sentado silencioso, apoyado contra la pared, encajado entre unos cuerpossucios y demasiado preocupado por el miedo y por el dolor que sentía en el vientrepara interesarse por lo que le rodeaba. Sin embargo, notó la asombrosa diferenciade conducta entre los prisioneros del Partido y los otros. Los prisioneros delPartido estaban siempre callados y llenos de terror, pero los criminales corrientesparecían no temer a nadie. Insultaban a los guardias, se resistían a que les quitaranlos objetos que llevaban, escribían palabras obscenas en el suelo, comíandescaradamente alimentos robados que sacaban de misteriosos escondrijos deentre sus ropas e incluso le respondían a gritos a la telepantalla cuando éstaintentaba restablecer el orden. Por otra parte, algunos de ellos parecían hallarse enbuenas relaciones con los guardias, los llamaban con apodos y trataban de sacarlescigarrillos. También los guardias trataban a los criminales ordinarios con ciertatolerancia, aunque, naturalmente, tenían que manejarlos con rudeza. Se hablabamucho allí de los campos de trabajos forzados adonde los presos esperaban serenviados. Por lo visto, se estaba bien en los campos siempre que se tuvieran ciertosapoyos y se conociera el tejemaneje. Había allí soborno, favoritismo einmoralidades de toda clase, abundaba la homosexualidad y la prostitución eincluso se fabricaba clandestinamente alcohol destilándolo de las patatas. Loscargos de confianza sólo se los daban a los criminales propiamente dichos, sobretodo a los gansters y a los asesinos de toda clase, que constituían una especie dearistocracia. En los campos de trabajos forzados, todas las tareas sucias y viles eranrealizadas por los presos políticos.

1984 -GEORGE ORWELLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora