Winston yacía sobre algo que parecía una cama de campaña aunque máselevada sobre el suelo y que estaba sujeta para que no pudiera moverse. Sobre surostro caía una luz más fuerte que la normal. OʹBrien estaba de pie a su lado,mirándole fijamente. Al otro lado se hallaba un hombre con chaqueta blanca enuna de cuyas manos tenía preparada una jeringuilla hipodérmico.
Aunque ya hacía un rato que había abierto los ojos, no acababa de darse plenacuenta de lo que le rodeaba. Tenía la impresión de haber venido nadando hastaesta habitación desde un mundo muy distinto, una especie de mundo submarino.No sabía cuánto tiempo había estado en aquellas profundidades. Desde elmomento en que lo detuvieron no había visto oscuridad ni luz diurna. Además susrecuerdos no eran continuos. A veces la conciencia, incluso esa especie deconciencia que tenemos en los sueños, se le había parado en seco y sólo habíavuelto a funcionar después de un rato de absoluto vacío. Pero si esos ratos eransegundos, horas, días, o semanas, no había manera de saberlo.
La pesadilla comenzó con aquel primer golpe en el codo. Más tarde se daríacuenta de que todo lo ocurrido entonces había sido sólo una ligera introducción,un interrogatorio rutinario al que eran sometidos casi todos los presos. Todostenían que confesar, como cuestión de mero trámite, una larga serie de delitos:espionaje, sabotaje y cosas por el estilo. Aunque la tortura era real, la confesión erasólo cuestión de trámite. Winston no podía recordar cuántas veces le habíanpegado ni cuánto tiempo habían durado los castigos. Recordaba, en cambio, que entodo momento había en torno suyo cinco o seis individuos con uniformes negros.A veces emplearon los puños, otras las porras, también varas de acero y, porsupuesto, las botas. Sabía que había rodado varias veces por el suelo con elimpudor de un animal retorciéndose en un inútil esfuerzo por evitar los golpes,pero con aquellos movimientos sólo conseguía que le propinaran más patadas enlas costillas, en el vientre, en los codos, en las espinillas, en los testículos y en labase de la columna vertebral. A veces gritaba pidiendo misericordia incluso antesde que empezaran a pegarle y bastaba con que un puño hiciera el movimiento deretroceso precursor del golpe para que confesara todos los delitos, verdaderos oimaginarios, de que le acusaban. Otras veces, cuando se decidía a no contestarnada, tenían que sacarle las palabras entre alaridos de dolor y en otras ocasiones sedecía a sí mismo, dispuesto a transigir: «Confesaré, pero todavía no. Tengo queresistir hasta que el dolor sea insoportable. Tres golpes más, dos golpes más y lesdiré lo que quieran». Cuando te golpeaban hasta dejarlo tirado como un saco de patatas en el suelo de piedra para que recobrara alguna energía, al cabo de variashoras volvían a buscarlo y le pegaban otra vez. También había períodos más largosde descanso. Los recordaba confusamente porque los pasaba adormilado o con elconocimiento casi perdido. Se acordaba de que un barbero había ido a afeitarle labarba al rape y algunos hombres de actitud profesional, con batas blancas, letomaban el pulso, le observaban sus movimientos reflejos, le levantaban lospárpados y le recorrían el cuerpo con dedos rudos en busca de huesos rotos o leponían inyecciones en el brazo para hacerle dormir.
Las palizas se hicieron menos frecuentes y quedaron reducidas casiúnicamente a amenazas, a anunciarle un horror al que le enviarían en cuanto susrespuestas no fueran satisfactorias. Los que le interrogaban no eran ya rufianes conuniformes negros, sino intelectuales del Partido, hombrecillos regordetes conmovimientos rápidos y gafas brillantes que se relevaban para «trabajarlo» enturnos que duraban —no estaba seguro— diez o doce horas. Estos otrosinterrogadores procuraban que se hallase sometido a un dolor leve, pero constante,aunque ellos no se basaban en el dolor para hacerle confesar. Le daban bofetadas,le retorcían las orejas, le tiraban del pelo, le hacían sostenerse en una sola pierna, lenegaban el permiso para orinar, le enfocaban la cara con insoportables reflectoreshasta que le hacían llorar a lágrima viva... Pero la finalidad de esto era sólohumillarlo y destruir en él la facultad de razonar, de encontrar argumentos. Laverdadera arma de aquellos hombres era el despiadado interrogatorio queproseguía hora tras hora, lleno de trampas, deformando todo lo que él había dicho,haciéndole confesar a cada paso mentiras y contradicciones, hasta que empezaba allorar no sólo de vergüenza sino de cansancio nervioso. A veces lloraba mediadocena de veces en una sola sesión. Casi todo el tiempo lo estaban insultando y loamenazaban, a cada vacilación, con volverlo a entregar a los guardias. Pero depronto cambiaban de tono, lo llamaban camarada, trataban de despertar sussentimientos en nombre del Ingsoc y del Gran Hermano, y le preguntabancompungidos si no le quedaba la suficiente lealtad hacia el Partido para desear nohaber hecho todo el mal que había hecho. Con los nervios destrozados después detantas horas de interrogatorio, estos amistosos reproches le hacían llorar con másfuerza. Al final se había convertido en un muñeco: una boca que afirmaba lo que lepedían y una mano que fimaba todo lo que le ponían delante. Su únicapreocupación consistía en descubrir qué deseaban hacerle declarar para confesarloinmediatamente antes de que empezaran a insultarlo y a amenazarle. Confesóhaber asesinado a distinguidos miembros del Partido, haber distribuidopropaganda sediciosa, robo de fondos públicos, venta de secretos militares alextranjero, sabotajes de toda clase... Confesó que había sido espía a sueldo de AsiaOriental ya en 1968. Confesó que tenía creencias religiosas, que admiraba el capitalismo y que era un pervertido sexual. Confesó haber asesinado a su esposa,aunque sabía perfectamente —y tenían que saberlo también sus verdugos— que sumujer vivía aún. Confesó que durante muchos años había estado en relación conGoldstein y había sido miembro de una organización clandestina a la que habíanpertenecido casi todas las personas que él había conocido en su vida. Lo más fácilera confesarlo todo —fuera verdad o mentira— y comprometer a todo el mundo.Además, en cierto sentido, todo ello era verdad. Era cierto que había sido unenemigo del Partido y a los ojos del Partido no había distinción alguna entre lospensamientos y los actos.
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1984 -GEORGE ORWELL
Historical Fiction1984 es una novela política de ficción distópica, escrita por George Orwell entre 1947 y 1948 y publicada el 8 de junio de 1949.