CAPITULO IX

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Winston se encontraba cansadísimo, tan cansado que le parecía estarseconvirtiendo en gelatina. Pensó que su cuerpo no sólo tenía la flojedad de lagelatina, sino su transparencia. Era como si al levantar la mano fuera a ver la luz através de ella. Trabajaba tanto que sólo le quedaba una frágil estructura de nervios,huesos y piel. Todas las sensaciones le parecían ampliadas. Su «mono» le estabaancho, el suelo le hacía cosquillas en los pies y hasta el simple movimiento de abriry cerrar la mano constituía para él un esfuerzo que le hacía sonar los huesos.  

Había trabajado más de noventa horas en cinco días, lo mismo que todos losfuncionarios del Ministerio. Ahora había terminado todo y nada tenía que hacerhasta el día siguiente por la mañana. Podía pasar seis horas en su refugio y otrasnueve en su cama. Bajo el tibio sol de la tarde se dirigió despacio en dirección a latienda del señor Charrington, sin perder de vista las patrullas, pero convencido,irracionalmente, de que aquella tarde no se cernía sobre él ningún peligro. Lapesada cartera que llevaba le golpeaba la rodilla a cada paso. Dentro llevaba ellibro, que tenía ya desde seis días antes pero que aún no había abierto. Ni siquieralo había mirado. 

En el sexto día de la Semana del Odio, después de los desfiles, discursos,gritos, cánticos, banderas, películas, figuras de cera, estruendo de trompetas ytambores, arrastrar de pies cansados, rechinar de tanques, zumbido de lasescuadrillas aéreas, salvas de cañonazos..., después de seis días de todo esto,cuando el gran orgasmo político llegaba a su punto culminante y el odio generalcontra Eurasia era ya un delirio tan exacerbado que si la multitud hubiera podidoapoderarse de los dos mil prisioneros de guerra eurasiáticos que habían sidoahorcados públicamente el último día de los festejos, los habría despedazado..., enese momento precisamente se había anunciado que Oceanía no estaba en guerracon Eurasia. Oceanía luchaba ahora contra Asia Oriental. Eurasia era aliada. 

Desde luego, no se reconoció que se hubiera producido ningún engaño.Sencillamente, se hizo saber del modo más repentino y en todas partes al mismotiempo que el enemigo no era Eurasia, sino Asia Oriental. Winston tomaba parteen una manifestación que se celebraba en una de las plazas centrales de Londres enel momento del cambiazo. Era de noche y todo estaba cegadoramente iluminadocon focos. En la plaza había varios millares de personas, incluyendo mil niños delas escuelas con el uniforme de los Espías. En una plataforma forrada de traposrojos, un orador del Partido Interior, un hombre delgaducho y bajito con unosbrazos desproporcionadamente largos y un cráneo grande y calvo con unos cuantos mechones sueltos atravesados sobre él, arengaba a la multitud. La pequeñafigura, retorcida de odio, se agarraba al micrófono con una mano mientras que conla otra, enorme, al final de un brazo huesudo, daba zarpazos amenazadores porencima de su cabeza. Su voz, que los altavoces hacían metálica, soltaba unainterminable sarta de atrocidades, matanzas en masa, deportaciones, saqueos,violaciones, torturas de prisioneros, bombardeos de poblaciones civiles, agresionesinjustas, propaganda mentirosa y tratados incumplidos. Era casi imposibleescucharle sin convencerse primero y luego volverse loco. A cada momento, lafuria de la multitud hervía inconteniblemente y la voz del orador era ahogada poruna salvaje y bestial gritería que brotaba incontrolablemente de millares degargantas. Los chillidos más salvajes eran los de los niños de las escuelas. Eldiscurso duraba ya unos veinte minutos cuando un mensajero subióapresuradamente a la plataforma y le entregó a aquel hombre un papelito. Él lodesenrolló y lo leyó sin dejar de hablar. Nada se alteró en su voz ni en su gesto, nisiquiera en el contenido de lo que decía. Pero, de pronto, los nombres erandiferentes. Sin necesidad de comunicárselo por palabras, una oleada decomprensión agitó a la multitud. ¡Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental!Pero, inmediatamente, se produjo una tremenda conmoción. Las banderas, loscarteles que decoraban la plaza estaban todos equivocados. Aquellos no eran losrostros del enemigo. ¡Sabotaje! ¡Los agentes de Goldstein eran los culpables! Hubouna fenomenal algarabía mientras todos se dedicaban a arrancar carteles y aromper banderas, pisoteando luego los trozos de papel y cartón roto. Los Espíasrealizaron prodigios de actividad subiéndose a los tejados para cortar las bandasde tela pintada que cruzaban la calle. Pero a los dos o tres minutos se habíaterminado todo. El orador, que no había soltado el micrófono, seguía vociferando ydando zarpazos al aire. Al minuto siguiente, la masa volvía a gritar su odioexactamente come antes. Sólo que el objetivo había cambiado.

1984 -GEORGE ORWELLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora