CAPITULO II

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Winston emprendió la marcha por el campo. El aire parecía besar la piel. Erael segundo día de mayo. Del corazón del bosque venía el arrullo de las palomas.Era un poco pronto. El viaje no le había presentado dificultades y la muchacha eratan experimentada que le infundía a Winston una gran seguridad. Confiaba en queella sabría escoger un sitio seguro. En general, no podía decirse que se estuvieramás seguro en el campo que en Londres. Desde luego, no había telepantallas, perosiempre quedaba el peligro de los micrófonos ocultos que recogían vuestra voz y lareconocían. Además, no era fácil viajar individualmente sin llamar la atención.Para distancias de menos de cien kilómetros no se exigía visar los pasaportes, peroa veces vigilaban patrullas alrededor de la estaciones de ferrocarril y examinabanlos documentos de todo miembro del Partido al que encontraran y le hacíandifíciles preguntas. Sin embargo, Winston tuvo la suerte de no encontrar patrullasy desde que salió de la estación se aseguró, mirando de vez en cuando cautamentehacia atrás, de que no lo seguían. El tren iba lleno de proles con aire de vacaciones,quizá porque el tiempo parecía de verano. El vagón en que viajaba Winston llevabaasientos de madera y su compartimiento estaba ocupado casi por completo conuna única familia, desde la abuela, muy vieja y sin dientes, hasta un niño de unmes. Iban a pasar la tarde con unos parientes en el campo y, como le explicaroncon toda libertad a Winston, para adquirir un poco de mantequilla en el mercadonegro.  

Por fin, llegó a la vereda que le había dicho ella y siguió por allí entre losarbustos. No tenía reloj, pero no podían ser todavía las quince. Había tantas floressilvestres, que le era imposible no pisarlas. Se arrodilló y empezó a coger algunas,en parte por echar algún tiempo fuera y también con la vaga idea de reunir unramillete para ofrecérselo a la muchacha. Pronto formó un gran ramo y estabaoliendo su enfermizo aroma cuando se quedó helado al oír el inconfundible crujidode unos pasos tras él sobre las ramas secas. Siguió cogiendo florecillas. Era lo mejorque podía hacer. Quizá fuese la chica, pero también pudieran haberío seguido.Mirar para atrás era mostrarse culpable. Todavía le dio tiempo de coger dos floresmás. Una mano se le posó levemente sobre el hombro. 

Levantó la cabeza. Era la muchacha. Ésta volvió la cabeza para prevenirle deque siguiera callado, luego apartó las ramas de los arbustos para abrir paso hacia elbosque. Era evidente que había estado allí antes, pues sus movimientos eran los deuna persona que tiene la costumbre de ir siempre por el mismo sitio. Winston lasiguió sin soltar su ramo de flores. Su primera sensación fue de alivio, pero mientras contemplaba el cuerpo femenino, esbelto y fuerte a la vez, que se movíaante él, y se fijaba en el ancho cinturón rojo, lo bastante apretado para hacerresaltar la curva de sus caderas, empezó a sentir su propia inferioridad. Inclusoahora le parecía muy probable que cuando ella se volviera y lo mirara, loabandonaría. La dulzura del aire y el verdor de las hojas lo hechizaban. Ya cuandovenía de la estación, el sol de mayo le había hecho sentirse sucio y gastado, unacriatura de puertas adentro que llevaba pegado a la piel el polvo de Londres. Se leocurrió pensar que hasta ahora no lo había visto ella de cara a plena luz. Llegaronal árbol derribado del que la joven había hablado. Esta saltó por encima del troncoy, separando las grandes matas que lo rodeaban, pasó a un pequeño claro.Winston, al seguirla, vio que el pequeño espacio estaba rodeado todo por arbustosy oculto por ellos. La muchacha se detuvo y, volviéndose hacia él, le dijo:

—Ya hemos llegado.

Winston se hallaba a varios pasos de ella. Aún no se atrevía a acercársela más. 

—No quise hablar en la vereda —prosiguió ella— por si acaso había algúnmicrófono escondido. No creo que lo haya, pero no es imposible. Siempre cabe laposibilidad de que uno de esos cerdos te reconozcan la voz. Aquí estamos bien. 

Todavía le faltaba valor a Winston para acercarse a ella. Por eso, se limitó arepetir tontamente: 

—Estamos bien aquí. 

1984 -GEORGE ORWELLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora