CAPITULO I

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A media mañana, Winston salió de su cabina para ir a los lavabos. 

Una figura solitaria avanzaba hacia él desde el otro extremo del largo pasillobrillantemente iluminado. Era la muchacha morena. Habían pasado cuatro díasdesde la tarde en que se la había encontrado cerca de la tienda. Al acercarse, vioWinston que la joven llevaba en cabestrillo el brazo derecho. De lejos no se habíafijado en ello porque las vendas tenían el mismo color que el «mono».Probablemente, se habría aplastado la mano para hacer girar uno de los grandescalidoscopios donde se fabricaban los argumentos de las novelas. Era un accidenteque ocurría con frecuencia en el Departamento de Novela. 

Estaban separados todavía por cuatro metros cuando la joven dio un traspié yse cayó de cara al suelo exhalando un grito de dolor. Por lo visto, había caído sobreel brazo herido. Winston se paró en seco. La muchacha logró ponerse de rodillas.Tenía la cara muy pálida y los labios, por contraste, más rojos que nunca. Clavó losojos en Winston con una expresión desolada que más parecía de miedo que dedolor. 

Una curiosa emoción conmovió a Winston. Frente a él tenía a la enemiga queprocuraba su muerte. Frente a él, también, había una criatura humana que sufría yque quizás se hubiera partido el hueso de la nariz. Se acercó a ella instintivamente,para ayudarla. Winston había sentido el dolor de ella en su propio cuerpo al verlacaer con el brazo vendado. 

—¿Estás herida? —le dijo.

—No es nada. El brazo. Estaré bien en seguida.

Hablaba como si le saltara el corazón. Estaba temblando y palidísima.

—¿No te has roto nada?

—No, estoy bien. Me dolió un momento nada más. 

Le tendió a Winston su mano libre y él la ayudó a levantarse. Le había vueltoalgo de color y parecía hallarse mucho mejor. 

—No ha sido nada —repitió poco después—. Lo que me dolió fue la muñeca.¡Gracias, camarada?  

Y sin más, continuó en la dirección que traía con paso tan vivo como sirealmente no le hubiera sucedido nada. El incidente no había durado más demedio minuto. Era un hábito adquirido por instinto ocultar los sentimientos, yademás cuando ocurrió aquello se hallaban exactamente delante de unatelepantalla. Sin embargo, a Winston le había sido muy difícil no traicionarse ymanifestar una sorpresa momentánea, pues en los dos o tres segundos en queayudó a la joven a levantarse, ésta le había deslizado algo en la mano.Evidentemente, lo había hecho a propósito. Era un pequeño papel doblado. Alpasar por la puerta de los lavabos, se lo metió en el bolsillo.  

Mientras estuvo en el urinario, se las arregló para desdoblarlo dentro delbolsillo. Desde luego, tenía que haber algún mensaje en ese papel. Estuvo tentadode entrar en uno de los waters y leerlo allí. Pero eso habría sido una locura. Enningún sitio vigilaban las telepantallas con más interés que en los retretes. 

Volvió a su cabina—, sentóse, arrojó el pedazo de papel entre los demás deencima de la mesa, se puso las gafas y se acercó al hablescribe. «¡Todavía cincominutos! se dijo a sí mismo—, ¡por lo menos cinco minutos». Le galopaba elcorazón en el pecho con aterradora velocidad. Afortunadamente, el trabajo queestaba realizando era de simple rutina —la rectificación de una larga lista denúmeros— y no necesitaba fijar la atención. 

Las palabras contenidas en el papel tendrían con toda seguridad unsignificado político. Había dos posibilidades, calculaba Winston. Una, la másprobable, era que la chica fuera un agente de la Policía del Pensamiento, como éltemía. No sabía por qué empleaba la Policía del Pensamiento ese procedimientopara entregar sus mensajes, pero podía tener sus razones para ello. Lo escrito en elpapel podía ser una amenaza, una orden de suicidarse, una trampa... Pero habíaotra posibilidad, aunque Winston trataba de convencerse de que era una locura:que este mensaje no viniera de la Policía del Pensamiento, sino de algunaorganización clandestina. ¡Quizás existiera una Hermandad! ¡Quizás fuera aquellamuchacha uno de sus miembros! La idea era absurda, pero se le había ocurrido enel mismo instante en que sintió el roce del papel en su mano. Hasta unos minutosdespués no pensó en la otra posibilidad, mucho más sensata. E incluso ahora,aunque su cabeza le decía que el mensaje significaría probablemente la muerte, noacababa de creerlo y persistía en él la disparatada esperanza. Le latía el corazón y le costaba un gran esfuerzo conseguir que no le temblara la voz mientrasmurmuraba las cantidades en el hablescribe.

1984 -GEORGE ORWELLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora