CAPITULO VII

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Winston se despertó muy emocionado. Le dijo a Julia: 

«He soñado que... », y se detuvo porque no podía explicarlo. Eraexcesivamente complicado. No sólo se trataba del sueño, sino de unos recuerdosrelacionados con él que habían surgido en su mente segundos después dedespertarse. 

Siguió tendido, con los ojos cerrados y envuelto aún en la atmósfera delsueño. Era un amplio y luminoso ensueño en el que su vida entera parecíaextenderse ante él como un paisaje en una tarde de verano después de la lluvia.Todo había ocurrido dentro del pisapapeles de cristal, pero la superficie de éste erala cúpula del cielo y dentro de la cúpula todo estaba inundado por una luz clara ysuave gracias a la cual podían verse interminables distancias. El ensueño habíapartido de un gesto hecho por su madre con el brazo y vuelto a hacer, treinta añosmás tarde, por la mujer judía del noticiario cinematográfico cuando trataba deproteger a su niño de las balas antes de que los autogiros los destrozaran a ambos. 

—¿Sabes? —dijo Winston—, hasta ahora mismo he creído que habíaasesinado a mi madre. 

¿Por qué la asesinaste? —le preguntó Julia medio dormida.

—No, no la asesiné. Físicamente, no. 

En el ensueño había recordado su última visión de la madre y, pocosinstantes después de despertar, le había vuelto el racimo de pequeñosacontecimientos que rodearon aquel hecho. Sin duda, había estado reprimiendodeliberadamente aquel recuerdo durante muchos años. No estaba seguro de lafecha, pero debió de ser hacía menos de diez años o, a lo más, doce. 

Su padre había desaparecido poco antes. No podía recordar cuánto tiempoantes, pero sí las revueltas circunstancias de aquella época, el pánico periódicocausado por las incursiones aéreas y las carreras para refugiarse en las estacionesdel Metro, los montones de escombros, las consignas que aparecían por lasesquinas en llamativos carteles, las pandillas de jóvenes con camisas del mismocolor, las enormes colas en las panaderías, el intermitente crepitar de lasametralladoras a lo lejos... y, sobre todo, el hecho de que nunca había bastantecomida. Recordaba las largas tardes pasadas con otros chicos rebuscando en las latas de la basura y en los montones de desperdicios, encontrando a veces hojas deverdura, mondaduras de patata e incluso, con mucha suerte, mendrugos de pan,duros como piedra, que los niños sacaban cuidadosamente de entre la ceniza; ytambién, la paciente espera de los camiones que llevaban pienso para el ganado yque a veces dejaban caer, al saltar en un bache, bellotas o avena.

Cuando su padre desapareció, su madre no se mostró sorprendida nidemasiado apenada, pero se operó en ella un, súbito cambio. Parecía haberperdido por completo los ánimos. Era evidente —incluso para un niño comoWinston— que la mujer esperaba algo que ella sabía con toda seguridad queocurriría. Hacía todo lo necesario —guisaba, lavaba la ropa y la remendaba,arreglaba las camas, barría el suelo, limpiaba el polvo—, todo ello muy despacio yevitándose todos los movimientos inútiles. Su majestuoso cuerpo tenía unatendencia natural a la inmovilidad. Se quedaba las horas muertas casi inmóvil en lacama, con su niñita en los brazos, una criatura muy silenciosa de dos o tres añoscon un rostro tan delgado que parecía simiesco. De vez en cuando, la madre cogíaen brazos a Winston y le estrechaba contra ella, sin decir nada. A pesar de suescasa edad y de su natural egoísmo, Winston sabía que todo esto se relacionabacon lo que había de ocurrir: aquel acontecimiento implícito en todo y del que nadiehablaba. 

Recordaba la habitación donde vivían, una estancia oscura y siempre cerradacasi totalmente ocupada por la cama. Había un hornillo de gas y un estante dondeponía los alimentos. Recordaba el cuerpo estatuario de su madre inclinado sobre elhornillo de gas moviendo algo en la sartén. Sobre todo recordaba su continuahambre y las sórdidas y feroces batallas a las horas de comer. Winston lepreguntaba a su madre, con reproche una y otra vez, por qué no había máscomida. Gritaba y la fastidiaba, descompuesto en su afán de lograr una partemayor. Daba por descontado que él, el varón, debía tener la ración mayor. Pero pormucho que la pobre mujer le diera, él pedía invariablemente más. En cada comidala madre le suplicaba que no fuera tan egoísta y recordase que su hermanita estabaenferma y necesitaba alimentarse; pero era inútil. Winston cogía pedazos decomida del plato de su hermanita y trataba de apoderarse de la fuente. Sabía quecon su conducta condenaba al hambre a su madre y a su hermana, pero no podíaevitarlo. Incluso creía tener derecho a ello. El hambre que le torturaba parecíajustificarlo. Entre comidas, si su madre no tenía mucho cuidado, se apoderaba de laescasa cantidad de alimento guardado en la alacena. 

1984 -GEORGE ORWELLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora