CAPITULO V

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Syme había desaparecido. Una mañana no acudió al trabajo: unos cuantosindiferentes comentaron su ausencia, pero al día siguiente nadie habló de él. Altercer día entró Winston en el vestíbulo del Departamento de Registro para mirarel tablón de anuncios. Uno de éstos era una lista impresa con los miembros delComité de Ajedrez, al que Syme había pertenecido. La lista era idéntica a la deantes —nada había sido tachado en ella—, pero contenía un nombre menos.Bastaba con eso. Syme había dejado de existir. Es más, nunca había existido. 

Hacía un calor horrible. En el laberíntico Ministerio las habitaciones sinventanas y con buena refrigeración mantenían una temperatura normal, pero en lacalle el pavimento echaba humo y el ambiente del metro a las horas deaglomeración era espantoso. Seguían en pleno hervor los preparativos para laSemana del Odio y los funcionarios de todos los Ministerios dedicaban a esta tareahoras extraordinarias. Había que organizar los desfiles, manifestaciones,conferencias, exposiciones de figuras de cera, programas cinematográficos y detelepantalla, erigir tribunas, construir efigies, inventar consignas, escribircanciones, extender rumores, falsificar fotografías... La sección de Julia en elDepartamento de Novela había interrumpido su tarea habitual y confeccionabauna serie de panfletos de atrocidades. Winston, aparte de su trabajo corriente,pasaba mucho tiempo cada día revisando colecciones del Times y alterando oembelleciendo noticias que iban a ser citadas en los discursos. Hasta última horade la noche, cuando las multitudes de los incultos proles paseaban por las calles, laciudad presentaba un aspecto febril. Las bombas cohete caían con más frecuenciaque nunca y a veces se percibían allá muy lejos enormes explosiones que nadiepodía explicar y sobre las cuales se esparcían insensatos rumores. 

La nueva canción que había de ser el tema de la Semana del Odio (se llamabala Canción del Odio) había sido ya compuesta y era repetida incansablemente porlas telepantallas. Tenía un ritmo salvaje, de ladridos y no podía llamarse conexactitud música. Más bien era como el redoble de un tambor. Centenares de vocesrugían con aquellos sones que se mezclaban con el chas—chas de sus renqueantespies. Era aterrador. Los proles se habían aficionado a la canción, y por las calles, amedia noche, competía con la que seguía siendo popular: «Era una ilusión sinesperanza». Los niños de Parsons la tocaban a todas horas, de un modo alucinante,en su peine cubierto de papel higiénico. Winston tenía las tardes más ocupadasque nunca. Brigadas de voluntarios organizadas por Parsons preparaban la callepara la Semana del Odio cosiendo banderas y estandartes, pintando carteles, clavando palos en los tejados para que sirvieran de astas y tendiendopeligrosamente alambres a través de la calle para colgar pancartas. Parsons sejactaba de que las casas de la Victoria era el único grupo que desplegaríacuatrocientos metros de propaganda. Se hallaba en su elemento y era más feliz queuna alondra. El calor y el trabajo manual le habían dado pretexto para ponerse otravez los shorts y la camisa abierta. Estaba en todas partes a la vez, empujaba, tiraba,aserraba, daba tremendos martillazos, improvisaba, aconsejaba a todos yexpulsaba pródigamente una inagotable cantidad de sudor.

En todo Londres había aparecido de pronto un nuevo cartel que se repetíainfinitamente. No tenía palabras. Se limitaba a representar, en una altura de tres ocuatro metros, la monstruosa figura de un soldado eurasiático que parecía avanzarhacia el que lo miraba, una cara mogólica inexpresiva, unas botas enormes y,apoyado en la cadera, un fusil ametralladora a punto de disparar. Desde cualquierparte que mirase uno el cartel, la boca del arma, ampliada por la perspectiva, por elescorzo, parecía apuntarle a uno sin remisión. No había quedado ni un solo huecoen la ciudad sin aprovechar para colocar aquel monstruo. Y lo curioso era quehabía más retratos de este enemigo simbólico que del propio Gran Hermano. Losproles, que normalmente se mostraban apáticos respecto a la guerra, recibían asíun trallazo para que entraran en uno de sus periódicos frenesíes de patriotismo.Como para armonizar con el estado de ánimo general, las bombas cohetes habíanmatado a más gente que de costumbre. Una cayó en un local de cine de Stepney,enterrando en las ruinas a varios centenares de víctimas. Todos los habitantes delbarrio asistieron a un imponente entierro que duró muchas horas y que en realidadconstituyó un mitin patriótico. Otra bomba cayó en un solar inmenso queutilizaban los niños para jugar y varias docenas de éstos fueron despedazados.Hubo muchas más manifestaciones indignadas, Goldstein fue quemado en efigie,centenares de carteles representando al soldado eurasiático fueron rasgados yarrojados a las llamas y muchas tiendas fueron asaltadas. Luego se esparció elrumor de que unos espías dirigían los cohetes mortíferos por medio de la radio yun anciano matrimonio acusado de extranjería pereció abrasado cuando las turbasincendiaron su casa. 

1984 -GEORGE ORWELLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora