CAPITULO X

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Se despertó con la sensación de haber dormido mucho tiempo, pero unamirada al antiguo reloj le dijo que eran sólo las veinte y treinta. Siguió adormiladoun rato; le despertó otra vez la habitual canción del patio: 

Era sólo una ilusión sin espera

que pasó como un día de abril;

pero aquella mirada, aquella palabra

y los ensueños que despertaron

me robaron el corazón.

Esta canción conservaba su popularidad. Se oía por todas partes. Habíasobrevivido a la Canción del Odio. Julia se despertó al oírla, se estiró con lujuria yse levantó. 

—Tengo hambre —dijo—. Vamos a hacer un poco de café. ¡Caramba! Laestufa se ha apagado y el agua está fría. —Cogió la estufa y la sacudió—. No tieneya gasolina. 

—Supongo que el viejo Charrington podrá dejarnos alguna —dijo Winston. 

—Lo curioso es que me había asegurado de que estuviera llena —añadióella—. Parece que se ha enfriado.  

Él también se levantó y se vistió. La incansable voz proseguía:

Dicen que el tiempo lo cura todo,

dicen que siempre se olvida,

pero las sonrisas y lágrimas

a lo largo de los años

me retuercen el corazón

Mientras se apretaba el cinturón del «mono», Winston se asomó a la ventana.El sol debía de haberse ocultado detrás de las casas porque ya no daba en el patio.El cielo estaba tan azul, entre las chimeneas, que parecía recién lavado.Incansablemente, la lavandera seguía yendo del lavadero a las cuerdas, cantando ycallándose y no dejaba de colgar pañales. Se preguntó Winston si aquella mujerlavaría ropa como medio de vida, o si era la esclava de veinte o treinta nietos. Juliase acercó a él; juntos contemplaron fascinados el ir y venir de la mujerona. Almirarla en su actitud característica, alcanzando el tendedero con sus fuertes brazos,o al agacharse sacando sus poderosas ancas, pensó Winston, sorprendido, que erauna hermosa mujer. Nunca se le había ocurrido que el cuerpo de una mujer decincuenta años, deformado hasta adquirir dimensiones monstruosas a causa de lospartos y endurecido, embastecido por el trabajo, pudiera ser un hermoso cuerpo.Pero así era, y después de todo, ¿por qué no? El sólido y deformado cuerpo, comoun bloque de granito, y la basta piel enrojecida guardaba la misma relación con elcuerpo de una muchacha que un fruto con la flor de su árbol. ¿Y por qué va a serinferior el fruto a la flor? 

—Es hermosa —murmuró.

—Por lo menos tiene un metro de caderas —dijo Julia.

—Es su estilo de belleza. 

Winston abarcó con su brazo derecho el fino talle de Julia, que se apoyó sobresu costado. Nunca podrían permitírselo. La mujer de abajo no se preocupaba consutilezas mentales; tenía fuertes brazos, un corazón cálido y un vientre fértil. Sepreguntó Winston cuántos hijos habría tenido. Seguramente unos quince. Habríaflorecido momentáneamente —quizá durante un año— y luego se había hinchadocomo una fruta fertilizada y se había hecho dura y basta, y a partir de entonces suvida se había reducido a lavar, fregar, remendar, guisar, barrer, sacar brillo,primero para sus hijos y luego para sus nietos durante una continuidad de treintaaños. Y al final todavía cantaba. La reverencia mística que Winston sentía hacia ellatenía cierta relación con el aspecto del pálido y limpio cielo que se extendía porentre las chimeneas y los tejados en una distancia infinita. Era curioso pensar queel cielo era el mismo para todo el mundo, lo mismo para los habitantes de Eurasiay de Asia Oriental, que para los de Oceanía. Y en realidad las gentes que vivíanbajo ese mismo cielo eran muy parecidas en todas partes, centenares o millares demillones de personas como aquélla, personas que ignoraban mutuamente susexistencias, separadas por muros de odio y mentiras, y sin embargo casiexactamente iguales; gentes que nunca habían aprendido a pensar, pero que almacenaban en sus corazones, en sus vientres y en sus músculos la energía que enel futuro habría de cambiar al mundo. ¡Si había alguna esperanza, radicaba en losproles! .Sin haber leído el final del libro, sabía Winston que ese tenía que ser elmensaje final de Goldstein. El futuro pertenecía a los proles. Y, ¿podía él estarseguro de que cuando llegara el tiempo de los proles, el mundo que éstosconstruyeran no le resultaría tan extraño a él, a Winston Smith, como le era ahorael mundo del Partido? Sí, porque por lo menos sería un mundo de cordura. Dondehay igualdad puede haber sensatez. Antes o después ocurriría esto, la fuerzaalmacenada se transmutaría en consciencia. Los proles eran inmortales, no cabíadudarlo cuando se miraba aquella heroica figura del patio. Al final se despertarían.Y hasta que ello ocurriera, aunque tardasen mil años, sobrevivirían a pesar detodos los obstáculos como los pájaros, pasándose de cuerpo a cuerpo la vitalidadque el Partido no poseía y que éste nunca podría aniquilar.

1984 -GEORGE ORWELLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora