CAPITULO IV

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Sentíase mucho mejor. Había engordado y cada día estaba más fuerte.Aunque hablar de días no era muy exacto.

La luz blanca y el zumbido seguían como siempre, pero la nueva celda era unpoco más confortable que las demás en que había estado. La cama tenía unaalmohada y un colchón y había también un taburete. Lo habían bañado,permitiéndole lavarse con bastante frecuencia en un barrerlo de hojalata. Incluso leproporcionaron agua caliente. Tenía ropa interior nueva y un nuevo «mono». Lecuraron las varices vendándoselas adecuadamente. Le arrancaron el resto de losdientes y le pusieron una dentadura postiza.

Debían de haber pasado varias semanas e incluso meses. Ahora le habría sidoposible medir el tiempo si le hubiera interesado, pues lo alimentaban a intervalosregulares. Calculó que le llevaban tres comidas cada veinticuatro horas, aunque noestaba seguro si se las llevaban de día o de noche. El alimento era muy bueno, concarne cada tres comidas. Una vez le dieron también un paquete de cigarrillos. Notenía cerillas, pero el guardia que le llevaba la comida, y que nunca le hablaba, ledaba fuego. La primera vez que intentó fumar, se mareé, pero perseveró,alargando el paquete mucho tiempo. Fumaba medio cigarrillo después de cadacomida. 

Le dejaron una pizarra con un pizarrín atado a un pico. Al principio no lousó. Se hallaba en un continuo estado de atontamiento. Con frecuencia se tendíadesde una comida hasta la siguiente sin moverse, durmiendo a ratos y a ratospensando confusamente. Se había acostumbrado a dormir con una luz muy fuertesobre el rostro. La única diferencie que notaba con ello era que sus sueños teníanasí más coherencia. Soñaba mucho y a veces tenía ensueños felices. Se veía en elPaís Dorado o sentado entre enormes, soleadas gloriosas ruinas con su madre, conJulia o con OʹBrien, sir hacer nada, sólo tomando el sol y hablando de temaspacíficos. Al despertarse, pensaba mucho tiempo sobre lo que había soñado. Habíaperdido la facultad de esforzarse intelectualmente al desaparecer el estímulo deldolor. No se sentía aburrido ni deseaba conversar ni distraerse por otro medio.Sólo quería estar aislado, que no le pegaran ni lo interrogaran, tener bastantecomida y estar limpio. 

Gradualmente empezó a dormir menos, pero seguía sin desear levantarse dela cama. Su mayor afán era yacer en calma y sentir cómo se concentraba másenergía en su cuerpo. Se tocaba continuamente el cuerpo para asegurarse de que no era una ilusión suya el que sus músculos se iban redondeando y su pielfortaleciendo. Por último, vio con alegría que sus muslos eran mucho más gruesosque sus rodillas. Después de esto, aunque sin muchas ganas al principio, empezó ahacer algún ejercicio con regularidad. Andaba hasta tres kilómetros seguidos; losmedía por los pasos que daba en torno a la celda. La espalda se le iba enderezando.Intentó realizar ejercicios más complicados, y se asombró, humillado, de lacantidad asombrosa de cosas que no podía hacer. No podía coger el tabureteestirando el brazo ni sostenerse en una sola pierna sin caerse. Intentó ponerse encuclillas, pero sintió unos dolores terribles en los muslos y en las pantorrillas. Setendió de cara al suelo e intentó levantar el peso del cuerpo con las manos. Fueinútil; no podía elevarse ni un centímetro. Pero después de unos días más —otrascuantas comidas— incluso eso llegó a realizarlo. Lo hizo hasta seis veces seguidas.Empezó a enorgullecerse de su cuerpo y a albergar la intermitente ilusión de quetambién su cara se le iba normalizando. Pero cuando casualmente se llevaba lamano a su cráneo calvo, recordaba el rostro cruzado de cicatrices y deformado quehabía visto aquel día en el espejo. Se le fue activando el espíritu. Sentado en lacama, con la espalda apoyada en la pared y la pizarra sobre las rodillas, se dedicócon aplicación a la tarea de reeducarse.

Había capitulado, eso era ya seguro. En realidad —lo comprendía ahora—había estado expuesto a capitular mucho antes de tomar esa decisión. Desde que lellevaron al Ministerio del Amor e incluso durante aquellos minutos en que Julia yél se habían encontrado indefensos espalda contra espalda mientras la voz dehierro de la telepantalla les ordenaba lo que tenían que hacer— se dio plena cuentade la superficialidad y frivolidad de su intento de enfrentarse con el Partido. Sabíaahora que durante siete años lo había vigilado la Policía del Pensamiento como sifuera un insecto cuyos movimientos se estudian bajo una lupa. Todos sus actosfísicos, todas sus palabras e incluso sus actitudes mentales habían sido registradaso deducidas por el Partido. Incluso la motita de polvo blanquecino que Winstonhabía dejado sobre la tapa de su diario la habían vuelto a colocar cuidadosamenteen su sitio. Durante los interrogatorios le hicieron oír cintas magnetofónicas y lemostraron fotografías. Algunas de éstas recogían momentos en que Julia y élhabían estado juntos. Sí, incluso... Ya no podía seguir luchando contra el Partido.Además, el Partido tenía razón. ¿Cómo iba a equivocarse el cerebro inmortal ycolectivo? ¿Con qué normas externas podían comprobarse sus juicios? La corduraera cuestión de estadística. Sólo había que aprender a pensar como ellos pensaban.¡Claro que...! 

1984 -GEORGE ORWELLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora