CAPITULO VI

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Por fin, había ocurrido. Había llegado el esperado mensaje. Le parecía aWinston que toda su vida había estado esperando que esto sucediera.  

Iba por el largo pasillo del Ministerio y casi había llegado al sitio donde Juliale deslizó aquel día en la mano su declaración. La persona, quien quiera que fuese,tosió ligeramente sin duda como preludio para hablar. Winston se detuvo en secoy volvió la cara. Era OʹBrien. 

Por fin, se hallaban cara a cara y el único impulso que sentía Winston eraemprender la huida. El corazón le latía a toda velocidad.

No habría podido hablar en ese momento. Sin embargo, OʹBrien, poniéndoleamistosamente una mano en el hombro, siguió andando junto a él. Empezó ahablar con su característica cortesía, seria y suave, que le diferenciaba de la mayorparte de los miembros del Partido Interior. 

—He estado esperando una oportunidad de hablar contigo —le dijo—; estuveleyendo uno de tus artículos en neolengua publicados en el Times. Tengoentendido que te interesa, desde un punto de vista erudito, la neolengua. 

Winston había recobrado ánimos, aunque sólo en parte. 

—No muy erudito —dijo—. Soy sólo un aficionado. No es mi especialidad.Nunca he tenido que ocuparme de la estructura interna del idioma. 

—Pero lo escribes con mucha elegancia —dijo OʹBrien—. Y ésta no es sólouna opinión mia. Estuve hablando recientemente con un amigo tuyo que es unespecia lista en cuestiones idiomáticas. He olvidado su nombre ahora mismo; quelo tenía en la punta de la lengua. 

Winston sintió un escalofrío. OʹBrien no podía referirse más que a Syme. PeroSyme no sólo estaba muerto, sino que había sido abolido. Era una nopersona.Cualquier referencia identificable a aquel vaporizado habría resultadomortalmente peligrosa. De manera que la alusión que acababa de hacer OʹBriendebía de significar una señal secreta. Al compartir con él este pequeño acto decrimental, se habían convertido los dos en cómplices. Continuaron recorriendolentamente el corredor hasta que OʹBrien se detuvo. Con la tranquilizadora amabilidad que él infundía siempre a sus gestos, aseguró bien sus gafas sobre lanariz y prosiguió:

—Lo que quise decir fue que noté en tu artículo que habías empleado dospalabras ya anticuadas. En realidad, hace muy poco tiempo que se han quedadoanticuadas. ¿Has visto la décima edición del Diccionario de Neolengua? 

—No —dijo Winston—. No creía que estuviese ya publicado. Nosotrosseguimos usando la novena edición en el Departamento de Registro. 

—Bueno, la décima edición tardará varios meses en aparecer, pero ya hancirculado algunos ejemplares en pruebas. Yo tengo uno. Quizás te interese verlo,¿no?  

—Muchísimo —dijo Winston, comprendiendo inmediatamente la intencióndel otro.

—Algunas de las modificaciones introducidas son muy ingeniosas. Creo quete sorprenderá la reducción del número de verbos. Vamos a ver. ¿Será mejor que temande un mensajero con el diccionario? Pero temo no acordarme; siempre me pasaigual. Quizás puedas recogerlo en mi piso a una hora que te convenga. Espera. Voya darte mi dirección.  

Se hallaban frente a una telepantalla. Como distraído, OʹBrien se buscómaquinalmente en los bolsillos y por fin sacó una pequeña agenda forrada encuero y un lápiz tinta morado. Colocándose respecto a la telepantalla de maneraque el observador pudiera leer bien lo que escribía, apuntó la dirección. Arrancó lahoja y se la dio a Winston. 

—Suelo estar en casa por las tardes —dijo—. Si no, mi criado te dará eldiccionario.  

Ya se había marchado dejando a Winston con el papel en la mano. Esta vez nohabía necesidad de ocultar nada. Sin embargo, grabó en la memoria las palabrasescritas, y horas después tiró el papel en el «agujero de la memoria» junto conotros. 

No habían hablado más de dos minutos. Aquel breve episodio sólo podíatener un significado. Era una manera de que Winston pudiera saber la dirección deOʹBrien. Aquel recurso era necesario porque a no ser directamente, nadie podíasaber dónde vivía otra persona. No había guías de direcciones. «Si quieres verme, ya sabes dónde estoy», era en resumen lo que OʹBrien le había estado diciendo.Quizás se encontrara en el diccionario algún mensaje. De todos modos lo cierto eraque la conspiración con que él soñaba existía efectivamente y que había entrado yaen contacto con ella.

Winston sabía que más pronto o más tarde obedecería la indicación deOʹBrien. Quizás al día siguiente, quizás al cabo de mucho tiempo, no estaba seguro.Lo que sucedía era sólo la puesta en marcha de un proceso que había empezado aincubarse varios años antes. El primer paso consistió en un pensamientoinvoluntario y secreto; el segundo fue el acto de abrir el Diario. Aquello habíapasado de los pensamientos a las palabras, y ahora, de las palabras a la acción. Elúltimo paso tendría lugar en el Ministerio del Amor. Pero Winston ya lo habíaaceptado. El final de aquel asunto estaba implícito en su comienzo. De todosmodos, asustaba un poco; o, con más exactitud, era un pregusto de la muerte,como estar ya menos vivo. Incluso mientras hablaba OʹBrien y penetraba en él elsentido de sus palabras, le había recorrido un escalofrío. Fue como si avanzarahacia la humedad de una tumba y la impresión no disminuía por el hecho de queél hubiera sabido siempre que la tumba estaba allí esperándole. 

1984 -GEORGE ORWELLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora