CAPITULO V

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En cada etapa de su encarcelamiento había sabido Winston —o creyó saber—hacia dónde se hallaba, aproximadamente, en el enorme edificio sin ventanas.Probablemente había pequeñas diferencias en la presión del aire. Las celdas dondelos guardias lo habían golpeado estaban bajo el nivel del suelo. La habitacióndonde OʹBrien lo había interrogado estaba cerca del techo. Este lugar de ahoraestaba a muchos metros bajo tierra. Lo más profundo a que se podía llegar. 

Era mayor que casi todas las celdas donde había estado. Pero Winston no sefijó más que en dos mesitas ante él, cada una de ellas cubierta con gamuza verde.Una de ellas estaba sólo a un metro o dos de él y la otra más lejos, cerca de lapuerta. Winston había sido atado a una silla tan fuerte que no se podía mover enabsoluto, ni siquiera podía mover la cabeza que le tenía sujeta por detrás unaespecie de almohadilla obligándole a mirar de frente. 

Se quedó sólo un momento. Luego se abrió la puerta entró OʹBrien. 

—Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Te dije que ya losabías. Todos lo saben. Lo que hay en la habitación 101 es lo peor del mundo. 

La puerta volvió a abrirse. Entró un guardia que llevaba algo, un objeto hechode alambres, algo así como una caja o una cesta. La colocó sobre la mesa próxima ala puerta: a causa de la posición de OʹBrien, no podía Winston ver lo que eraaquello.

 —Lo peor del mundo —continuó OʹBrien— varía de individuo a individuo.Puede ser que le entierren vivo o morir quemado, o ahogado o de muchas otrasmaneras. A veces se trata de una cosa sin importancia, que ni siquiera es mortal,pero que para el individuo es lo peor del mundo.

Se había apartado un poco de modo que Winston pudo ver mejor lo quehabía en la mesa. Era una jaula alargada con un asa arriba para llevarla. En la partedelantera había algo que parecía una careta de esgrima con la parte cóncava haciaafuera. Aunque estaba a tres o cuatro metros de él pudo ver que la jaula se dividíaa lo largo en dos departamentos y que algo se movía dentro de cada uno de ellos.Eran ratas. 

—En tu caso —dijo OʹBrien—, lo peor del mundo son las ratas. 

Winston, en cuanto entrevió al principio la jaula, sintió un temblorpremonitorio, un miedo a no sabía qué. Pero ahora, al comprender para qué —servía aquella careta de alambre, parecían deshacérsela los intestinos.

—¡No puedes hacer eso! —gritó con voz descompuesta—. ¡Es imposible! ¡Nopuedes hacerme eso! 

—¿Recuerdas —dijo OʹBrien— el momento de pánico que surgía repetidasveces en tus sueños? Había frente a ti un muro de negrura y en los oídos te vibrabaun fuerte zumbido. Al otro lado del muro había algo terrible. Sabías que sabías loque era, pero no te atrevías a sacarlo a tu consciencia. Pues bien, lo que había alotro lado del muro eran ratas. 

—¡OʹBrien! —dijo Winston, haciendo un esfuerzo para controlar su voz .Sabes muy bien que esto no es necesario. ¿Qué quieres que diga?  

OʹBrien no contestó directamente. Había hablado con su característico estilode maestro de escuela. Miró pensativo al vacío, como si estuviera dirigiéndose a unpúblico que se encontraba detrás de Winston.

—El dolor no basta siempre. Hay ocasiones en que un ser humano es capazde resistir el dolor incluso hasta bordear la muerte. Pero para todos hay algo queno puede soportarse, algo tan inaguantable que ni siquiera se puede pensar en ello.No se trata de valor ni de cobardía. Si te estás cayendo desde una gran altura, no escobardía que te agarres a una cuerda que encuentres a tu caída. Si subes a lasuperficie desde el fondo de un río, no es cobardía llenar de aire los pulmones. Essólo un instinto que no puede ser desobedecido. Lo mismo te ocurre ahora con lasratas. Para ti son lo más intolerable del mundo, constituyen una presión que nopuedes resistir aunque te esfuerces en ello. Por eso las ratas te harán hacer lo que sete pide.

—Pero, ¿de qué se trata? ¿Cómo puedo hacerlo si no sé lo que es?

OʹBrien levantó la jaula y la puso en la mesa más próxima a Winston,colocándola cuidadosamente sobre la gamuza. Winston podía oírse la sangrezumbándole en los oídos. Sentíase más abandonado que nunca. Estaba en mediode una gran llanura solitaria, un inmenso desierto quemado por el sol y le llegabantodos los sonidos desde distancias inconmensurables. Sin embargo, la jaula de lasratas estaba sólo a dos metros de él. Eran ratas enormes. Tenían esa edad en que elhocico de las ratas se vuelve hiriente y feroz y su piel es parda en vez de gris. 

—La rata —dijo OʹBrien, que seguía dirigiéndose a su público invisible, apesar de ser un roedor, es carnívora. Tú lo sabes. Habrás oído lo que suele ocurriren los barrios pobres de nuestra ciudad. En algunas calles, las mujeres no seatreven a dejar a sus niños solos en las casas ni siquiera cinco minutos. Las ratas losatacan, y bastaría muy peco tiempo para que sólo quedaran de ellos los huesos.También atacan a los enfermos y a los moribundos. Demuestran poseer unaasombrosa inteligencia para conocer cuándo esta indefenso un ser humano. 

Las ratas chillaban en su jaula. Winston las oía como desde una grandistancia. Las ratas luchaban entre ellas; querían alcanzarse a través de la divisiónde alambre. Oyó también un profundo y desesperado gemido. Ese gemido erasuyo. 

OʹBrien levantó la jaula y, al hacerlo, apretó algo sobre ella. Era un resorte.Winston hizo un frenético esfuerzo por desligarse de la silla. Era inútil: todas laspartes de su cuerpo, incluso su cabeza, estaban inmovilizadas perfectamente.OʹBrien le acercó más la jaula. La tenía Winston a menos de un metro de su cara. 

—He apretado el primer resorte —dijo OʹBrien—. Supongo quecomprenderás cómo está construida esta jaula. La careta se adaptará a tu cabeza,sin dejar salida alguna. Cuando yo apriete el otro resorte, se levantará el cierre dela jaula. Estos bichos, locos de hambre, se lanzarán contra ti como balas. ¿Has vistoalguna vez cómo se lanza una rata por el aire? Así te saltarán a la cara. A vecesatacan primero a los ojos. Otras veces se abren paso a través de las mejillas ydevoran la lengua. 

La jaula se acercaba; estaba ya junto a él. Winston oyó una serie de chillidosque parecían venir de encima de su cabeza. Luchó curiosamente contra su propiopánico. Pensar, pensar, aunque sólo fuera medio segundo..., pensar era la únicaesperanza. De pronto, el asqueroso olor de las ratas le dio en el olfato como sihubiera recibido un tremendo golpe. Sintió violentas náuseas y casi perdió elconocimiento. Todo lo veía negro. Durante unos instantes se convirtió en un loco,en un animal que chillaba desesperadamente. Sin embargo, de esas tinieblas fuenaciendo una idea. Sólo había una manera de salvarse. Debía interponer a otro serhumano, el cuerpo de otro ser humano entre las ratas y él. 

El círculo que ajustaba la careta era lo bastante ancho para taparle la visión detodo lo que no fuera la puertecita de alambre situada a dos palmos de su cara. Lasratas sabían lo que iba a pasar ahora. Una de ellas saltaba alocada, mientras que laotra, mucho más vieja, se apoyaba con sus patas rosadas y husmeaba con ferocidad. Winston veía sus patillas y sus dientes amarillos. Otra vez se apoderó deél un negro pánico. Estaba ciego, desesperado, con el cerebro vacío.

—Era un castigo muy corriente en la China imperial —dijo OʹBrien, tandidáctico como siempre.  

La careta le apretaba la cara. El alambre le arañaba las mejillas. Luego..., no,no fue alivio, sino sólo esperanza, un diminuto fragmento de esperanza.Demasiado tarde, quizás fuese ya demasiado tarde. Pero había comprendido depronto que en todo el mundo sólo había una persona a la que pudiese transferir sucastigo, un cuerpo que podía arrojar entre las ratas y él. Y empezó a gritar una yotra vez, frenéticamente: 

—¡Házselo a Julia! ¡Házselo a Julia! ¡A mí, no! ¡A Julia! No me importa lo quele hagas a ella. Desgárrale la cara, descoyúntale los huesos. ¡Pero a mí, no! ¡A Julia!¡A mí, no! 

Caía hacia atrás hundiéndose en enormes abismos, alejándose de las ratas avertiginosa velocidad. Estaba todavía atado a la silla, pero había pasado a travésdel suelo, de los muros del edificio, de la tierra, de los océanos, e iba lanzado por laatmósfera en los espacios interestelares, alejándose sin cesar de las ratas... Seencontraba ya a muchos años—luz de distancia, pero OʹBrien estaba aún a su lado.Todavía le apretaba el alambre, en las mejillas. Pero en la oscuridad que loenvolvía oyó otro chasquido metálico y sabía que el primer resorte había vuelto afuncionar y la jaula no había llegado a abrirse.

1984 -GEORGE ORWELLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora