Capítulo 8: En el que los sueños de Abdullah continúan haciéndose realidad

30 3 0
                                    

En el momento en que el sol encendió de luz rosada las dunas de arena, Abdullah le quitó el corcho a la botella del genio. El vapor humeó al exterior, se convirtió en un chorro y salió disparado hacia arriba en la forma azul morada del genio, que ahora parecía, si cabe, más enfadado que nunca.

—¡Dije un deseo al día! —anunció la tormentosa voz.

Sí, bueno, ya es un nuevo día, oh, malva magnificencia, y yo soy tu nuevo dueño —dijo Abdullah—. Y mi deseo es simple. Deseo que desaparezcan estas cadenas

Qué modo de malgastar un deseo —dijo el genio irrespetuosamente, y menguó con rapidez, introduciéndose de nuevo en la botella. Abdullah iba a protestar que, por trivial que pareciese el deseo a los ojos del genio, estar sin cadenas era importante para él, cuando advirtió que podía moverse libremente y sin más ruidos. Miró hacia abajo y vio que las cadenas se habían desvanecido. 

Colocó cuidadosamente el corcho de vuelta en la botella y se levantó. Estaba terriblemente entumecido. Para poder moverse, se obligó a pensar en una flota de soldados montados en camellos que corrían a toda velocidad, acercándose al oasis, y en lo que le pasaría si los bandidos dormidos se despertasen y lo encontrasen allí de pie, sin sus cadenas. Aquello le hizo moverse. Se tambaleó como un viejo y se dirigió a la mesa del banquete. Muy cuidadosamente, para no despertar a un grupo de bandidos que dormía con la cara pegada al mantel, recogió comida y la puso en una servilleta. Tomó un frasco de vino y se lo ató al cinturón, junto con la botella del genio, usando otro par de servilletas. Luego cogió una última servilleta para cubrirse la cabeza en caso de insolación (los viajantes le habían contado que este era uno de los peligros del desierto) y se marchó cojeando, tan rápidamente como pudo, fuera del oasis, en línea recta hacia el norte. 

Conforme caminaba, el entumecimiento fue desapareciendo. Caminar se volvió casi placentero y, durante la primera mitad de la mañana, Abdullah se alejó con determinación, dando grandes zancadas, pensando en Flor-en-la-noche, comiendo suculentos pasteles de carne y bebiendo tragos del frasco de vino mientras caminaba. La segunda mitad de la mañana no fue tan buena. El sol colgaba sobre su cabeza. El cielo se puso de un blanco brillante y todo destellaba. Abdullah deseó haber tirado el vino y haber rellenado el frasco en el estanque embarrado. El vino no ayudaba con la sed, de hecho la empeoraba. Mojó de vino la servilleta y se la colocó en la nuca, pero se secó rápidamente. A mediodía pensó que iba a morir. El desierto oscilaba frente a sus ojos, y la potente y deslumbrante luz le hacía daño. Se Sentía como una brasa humana. 

—¡Parece que el destino ha decretado que todas mis fantasías se hagan realidad! —gruñó. 

Hasta ese momento, creía que se había imaginado su huida del bandido Kabul Aqba con todo detalle, pero ahora sabía lo poco que se había acercado en su mente a lo horrible que es caminar bajo un calor chillón, siempre a punto del desplome, con el sudor metiéndose en los ojos. No había llegado a imaginar el modo en que la arena consigue colarse por todos lados, incluyendo la boca. Ni había tenido en cuenta en sus sueños la dificultad de guiarse por el sol cuando el sol se halla justo sobre la cabeza. El diminuto charco de sombra bajo sus pies no le servía de guía para orientarse. Continuamente tenía que girarse para mirar hacia atrás y comprobar que la línea de sus huellas era recta. Lo cual le preocupaba porque era tiempo perdido. 

Tiempo perdido o no, al final se vio forzado a detenerse a descansar, agachándose en un hueco de las arenas en donde había un pequeño trozo de sombra. Se sentía como un pedazo de carne en la parrilla de carbón de Jamal. Mojó la servilleta con el vino y la estrujó sobre su cabeza, viendo cómo sus mejores ropas se llenaban de manchas rojas. Lo único que le convencía de que no iba a morir era la profecía de Flor-en-la-noche. Si el destino había decretado que ella y él se casarían, era seguro que sobreviviría, puesto que no se habían casado todavía. Después pensó en su propia profecía, la que había puesto por escrito su padre. Puede que tuviese más de un significado. De hecho, podría haberse hecho realidad ya, pues, ¿no se había alzado sobre todos los demás hombres de la tierra volando en la alfombra mágica? O quizá se refería a la estaca de veinte metros. 

El castillo en el aireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora