Capítulo 18: Que está bastante lleno de princesas

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Los gritos del niño aumentaron. No había duda de la dirección de la que procedían. Mientras Sophie y Abdullah corrían a lo largo de un claustro columnado en dirección al lugar, Sophie jadeó: —No es Morgan. Es un niño mayor. Abdullah pensó que tenía razón. Escuchaba palabras entre los gritos, aunque no podía distinguir cuáles. Y, aunque se pusiera a berrear con todas sus fuerzas, Morgan no tenía todavía pulmones tan grandes como para emitir ese tipo de ruido. Los gritos se hicieron casi insoportables y después se convirtieron en chirriantes sollozos. Y los chirriantes sollozos dieron lugar a un continuo y persistente «¡Bua, bua, bua!» y, justo cuando ese sonido se hizo verdaderamente intolerable, el niño alzó la voz de nuevo con histéricos gritos. Sophie y Abdullah siguieron el sonido hasta el final del claustro y salieron a una enorme sala de nube. Allí se detuvieron prudentemente detrás de un pilar. —¡Nuestro salón, deben haberlo inflado como un globo! —dijo Sophie. Era una sala muy grande y lo que gritaba, en su centro, era una niña. Tendría unos cuatro años, rizos rubios y llevaba un camisón blanco. Su cara estaba roja, su boca era un enorme agujero negro y alternativamente se arrojaba al suelo de pórfido verde y se levantaba para volver a tirarse. Si había una niña hecha una furia, era esta. Los ecos de la gran sala gritaban con ella. —Es la princesa Valeria —murmuró Sophie a Abdullah—. Justo lo que pensaba. Cerniéndose sobre la princesa chillona estaba la oscura figura de Hasruel. Otro demonio, mucho más pequeño y pálido, se escondía tras él. —¡Haz algo! —gritó el demonio pequeño. Se le escuchaba entre el estrépito porque su voz era como de trompetas plateadas—. ¡Me está volviendo loco! Hasruel giró su enorme rostro hacia la gritona cara de Valeria. —Pequeña princesa —le arrulló retumbante—. Deja de llorar. Nadie te va a hacer daño. Como respuesta, la princesa Valeria primero se levantó, gritó a la cara de Hasruel, después se lanzó de bruces al suelo, se puso a rodar y patalear allí. —¡Bua, bua, bua! —vociferó—. ¡Quiero mi casa! ¡Quiero a mi papá! ¡Quiero a mi niñera! ¡Quiero a mi tío Justin! ¡Buaaaa! —Pequeña princesa —le arrulló Hasruel desesperadamente. —¡No le hagas sólo arrullos! —voceó el otro demonio, que era claramente Dalzel—. ¡Haz algo de magia! ¡Una nana, un conjuro de silencio, mil ositos, una tonelada de caramelos toffe! ¡Lo que sea! Hasruel se volvió hacia su hermano. Sus alas abiertas desencadenaron agitados vendavales que revolvieron el pelo de Valeria y removieron su camisón. Sophie y Abdullah tuvieron que aferrarse al pilar para que la fuerza del viento no los lanzara hacia atrás. Pero nada de esto cambió la rabieta de la princesa Valeria. En todo caso, gritó más fuerte. —¡Lo he intentado todo, hermano mío! —tronó Hasruel. Ahora la princesa Valeria gritaba sin parar «¡MADRE, MADRE, ESTÁN SIENDO MUY MALOS CONMIGO! Hasruel tuvo que alzar su voz hasta que se convirtió en un completo estruendo. —¿No sabes —retumbó— que casi ningún tipo de magia puede parar a una cría con este genio? Dalzel se tapó las orejas con sus pálidas manos (las orejas eran puntiagudas, con cierto aspecto de hongos). —¡Pues no puedo soportarlo! —se desgañitó Dalzel—. ¡Ponla a dormir durante doscientos años! Hasruel asintió con la cabeza. Se volvió hacia la princesa Valeria, que gritaba y se revolcaba por el suelo, y extendió su enorme mano sobre ella. —¡Oh, querido! —dijo Sophie a Abdullah—. ¡Haz algo! Puesto que Abdullah no tenía ni idea de qué hacer y puesto que en su interior sentía que cualquier cosa que parara ese ruido sería una buena idea, no hizo nada salvo alejarse dubitativamente del pilar. Y afortunadamente, antes de que la magia de Hasruel tuviera algún efecto notable en la princesa Valeria, llegó una muchedumbre de personas. Una voz fuerte, bastante áspera, atravesó el barullo: —¿Qué es todo este ruido? Ambos demonios retrocedieron. Las recién llegadas eran todas mujeres y todas parecían extremadamente disgustadas; pero dicho esto, sólo tenían en común ambas cosas. Permanecían en fila, unas treinta, mirando fija, acusadoramente, a los dos demonios, y eran altas, bajas, corpulentas, delgadas, jóvenes y viejas y de cada color de piel producido por la raza humana. Los ojos de Abdullah se movieron rápidamente y con asombro a lo largo de la hilera. Debían de ser las princesas raptadas. Esa era la tercera cosa que tenían en común. El conjunto iba desde una diminuta, frágil, princesa amarilla, la más cercana a él, hasta una encorvada anciana situada más o menos en el medio. Y llevaban todo tipo de ropa imaginable, desde un vestido de gala a pantalones de deporte. La que había gritado era una princesa de complexión fuerte, de mediana estatura que permanecía ligeramente al frente de las demás. Llevaba ropa de montar. Su cara, aparte de estar bronceada y un poquito arrugada por haber pasado mucho tiempo al aire libre, transmitía sinceridad y sensatez. Miraba a los dos demonios con profundo desprecio. —¡Esta es la más ridícula de todas las cosas ridículas que he visto! —dijo—. ¡Dos enormes y poderosas criaturas como vosotros, y no podéis ni siquiera hacer que una niña deje de llorar! —Y avanzó hacia Valeria y le dio una brusca cachetada en su sucio trasero—. ¡Cállate! Funcionó. Nunca nadie le había pegado antes en toda su vida. Se dio la vuelta y se enderezó como si alguien la hubiese empujado. Miró a la princesa más que asombrada, con los ojos hinchados. —¡Me has pegado! —¡Y lo haré de nuevo si hace falta! —dijo la princesa con franqueza. —Gritaré —Su boca se convirtió de nuevo en un agujero negro. Respiró profundamente. —No. No lo harás —dijo, severa, la princesa. Cogió a Valeria y la puso bruscamente en los brazos de dos princesas que había tras ella y que, junto con algunas más, la encerraron en un corrillo haciendo sonidos tranquilizadores. En el medio del corrillo, Valeria empezó a gritar de nuevo, pero de modo poco convincente. La princesa de aspecto sensato se puso las manos en las caderas y se volvió con desprecio a los demonios. —¿Veis? —dijo—. ¡Todo lo que necesitáis es un poquito de firmeza y algo de amabilidad, pero no se puede esperar que ninguno de vosotros dos entienda eso! Dalzel avanzó hacia ella. Ahora que no estaba tan angustiado, Abdullah descubrió con sorpresa que Dalzel era guapo. Si no hubiese sido por sus orejas de hongo y sus pies de garra, podría haber pasado por un hombre alto y angelical. Unos rizos dorados crecían en su cabeza, y sus alas, aunque pequeñas y de aspecto atrofiado, eran doradas también. Su boca, intensamente roja, mostró una dulce sonrisa. En conjunto tenía una belleza sobrenatural que iba muy bien con el extraño reino de nube donde vivía. —Por favor, llévate a la niña —dijo— y consuélala, princesa Beatrice, la más excelente de mis esposas. La princesa Beatrice ya estaba haciendo gestos a las otras princesas para que se llevaran a Valeria lejos, pero se volvió de repente al escuchar eso: —Te he dicho, muchacho —dijo ella—, que ninguna de nosotras es tu mujer. Puedes decirlo hasta que te pongas azul, pero eso no cambiará nada. ¡No somos tus mujeres, y no lo seremos jamás! —¡Exacto! —dijeron casi todas las princesas, en un firme pero desigual coro. Todas ellas, excepto una, se dieron la vuelta y se marcharon, llevándose con ellas a la sollozante princesa Valeria. La cara de Sophie se iluminó con una sonrisa encantada. Susurró: —¡Parece que las princesas se están defendiendo! Abdullah no podía prestarle atención. La princesa que se había quedado atrás era Flor-en-la-noche. Era, como siempre, dos veces más hermosa de lo que la recordaba, parecía muy dulce y solemne, con sus enormes ojos oscuros, fijos en Dalzel con seriedad. Se inclinó educadamente. Los sentidos de Abdullah cantaron cuando la vieron. Los pilares de nube a su alrededor parecían balancearse dentro y fuera de la realidad. Su corazón palpitaba de alegría. ¡Estaba a salvo! ¡Estaba aquí! Le estaba hablando a Dalzel. —¡Perdóname, gran demonio, si me quedo a preguntarte algo —dijo ella, y su voz era incluso más melodiosa y alegre de lo que recordaba, como una fuente fresca. Para extrañeza de Abdullah, parecía que Dalzel reaccionaba con horror. —¡Oh, no, tú de nuevo! —resonó Dalzel, a lo cual, Hasruel, de pie como una columna oscura en el fondo, cruzó sus manos y sonrió maliciosamente. —Sí, yo, severo raptor de las hijas de los sultanes —dijo Flor-en-la-noche con su cabeza inclinada educadamente—. Sólo quiero preguntar qué hizo que la niña empezara a llorar. —¿Y cómo podría saberlo? —preguntó Dalzel—. ¡Siempre me estás haciendo preguntas que no puedo responder! ¿Por qué lo preguntas? —Porque —respondió Flor-en-la-noche—, ladrón de las crías de los gobernadores, la manera más fácil de calmar a la niña es dar con la causa de su berrinche. Y lo sé por propia experiencia pues, en mi infancia, yo era muy dada a los berrinches. «¡Seguro que no!», pensó Abdullah. «Está mintiendo con un propósito. ¡Una naturaleza tan dulce como la suya no podría haber gritado nunca por nada!» Con todo, como se asombró de ver, Dalzel no tenía ninguna dificultad para creerlo. —¡Apuesto a que lo eras! —dijo Dalzel. —Entonces, ¿cuál fue la causa, raptor de lo excelso? —persistió Flor-en-la-noche—. ¿Fue que quería volver a su propio palacio o tener su muñeca especial o era simplemente que estaba asustada por tu cara o...? —No la voy a mandar de vuelta si es eso lo que me pides —interrumpió Dalzel—. Ahora es una de mis esposas. —Entonces te ruego encarecidamente que descubras lo que la hizo llorar, raptor de lo honrado —dijo educadamente Flor-en-la-noche—, porque sin ese conocimiento ni treinta princesas podrán silenciarla. —Efectivamente, mientras hablaba, la voz de la princesa Valeria iba subiendo el tono otra vez en la distancia (¡bua, bua, BUA!).— Sé de lo que hablo —observó Flor-en-la-noche—. Una vez grité día y noche, durante toda una semana, hasta que perdí la voz, porque mis zapatos favoritos se me habían quedado pequeños. Abdullah notó que Flor-en-la-noche estaba diciendo exactamente la verdad. Por más que intentaba creerla no podía imaginarse a su amorosa Flor-en-la-noche tirada en el suelo, pataleando y gritando. De nuevo, Dalzel no parecía tener esa dificultad. Se estremeció y se giró con enfado hacia Hasruel. —Piensa, ¿es que no puedes? Tú la trajiste. Debes haber notado lo que la hizo ponerse a llorar. El gran rostro marrón de Hasruel se arrugó con impotencia. —Hermano mío, la traje a través de la cocina, pues como estaba callada y blanca de miedo pensé que quizás un dulce la haría feliz. Pero le echó los dulces al perro del cocinero y permaneció callada. Sus llantos sólo comenzaron, como bien sabes, después de que la pusiera junto a las otras princesas y sus gritos, sólo cuando la trajiste aquí. Flor-en-la-noche levantó un dedo: —¡Ah! —dijo. Ambos demonios se volvieron hacia ella. —Lo tengo —siguió diciendo—. Debe ser el perro del cocinero. A menudo los niños tienen animales. Y ella está acostumbrada a que le den todo lo que quiere, y lo que quiere es el perro. Pide a tu cocinero, rey de los secuestradores, que lleve el animal a nuestros aposentos y el ruido cesará, te lo prometo. —Muy bien —contestó Dalzel—. ¡Hazlo! —dijo luego a Hasruel con su voz de trompeta. Flor-en-la-noche se inclinó. —Te lo agradezco. —Y se giró y alejó con gracia. Sophie sacudió el brazo de Abdullah: —Sigámosla. Abdullah no se movió ni contestó. Se quedó mirando a Flor-en-la-noche, sin poder creer que la estuviera viendo y sin poder creer tampoco que Dalzel no cayera a sus pies y la adorara. Tenía que admitir que eso era un alivio, pero al mismo tiempo... —Esa es la tuya, ¿no? —dijo Sophie después de mirarle la cara. Abdullah asintió con ensimismamiento—. Entonces tienes buen gusto —dijo Sophie—. ¡Ahora vamos, antes de que nos vean! Se escurrieron tras los pilares en la misma dirección que Flor-en-la-noche, echando precavidamente un ojo a la enorme sala mientras se iban. A lo lejos, Dalzel se acomodaba de mal humor en un enorme trono situado sobre un tramo de escaleras. Cuando Hasruel volvió de donde quiera que estuviese la cocina, Dalzel le hizo una señal para que se arrodillara frente al trono. Ninguno de los dos miró hacia ellos. Sophie y Abdullah caminaron de puntillas hacia un arco donde aún se movía la cortina que había alzado Flor-en-la-noche para pasar. Apartaron la cortina y la siguieron. Al frente había una habitación grande, bien iluminada, confusamente repleta de princesas. Desde algún lugar entre ellas la princesa Valeria sollozaba: —¡Quiero irme a casa ahora! —Calma, querida, pronto te irás —respondió alguien. La voz de la princesa Beatrice dijo: —Lloras maravillosamente, Valeria. Todas estamos muy orgullosas de ti. ¡Pero ahora deja de llorar, sé una buena chica! —¡No puedo! —sollozó Valeria—. ¡Me he acostumbrado! Sophie miraba la habitación con creciente extrañeza: —¡Este es nuestro armario de limpieza! ¡De verdad! Abdullah no pudo prestarle atención porque Flor-en-la-noche estaba bastante cerca, llamando suavemente: «¡Beatrice!». La princesa Beatrice la oyó y salió de repente de entre la muchedumbre. —¿Y bien? —dijo—. Lo has hecho. Perfecto. Esos demonios no saben lo que les espera contigo, Flor. Las cosas irán maravillosamente si ese hombre acepta. —En este punto ella descubrió a Sophie y a Abdullah.— ¿De donde habéis salido vosotros? Flor-en-la-noche se giró. Por un momento, cuando vio a Abdullah, apareció en su cara todo lo que él había deseado: reconocimiento, deleite, amor y orgullo. «¡Sabía que vendrías a rescatarme!», decían sus grandes ojos oscuros. Después, para dolor y perplejidad de Abdullah, todo desapareció. Su rostro se mostró inexpresivo y educado. Hizo una reverencia cortés. —Este es el príncipe Abdullah de Zanzib —dijo ella—, pero no conozco a la dama. El comportamiento de Flor-en-la-noche sacó a Abdullah de su estupor. Estaría celosa de Sophie, pensó. Él también hizo una reverencia y se apresuró a explicar: —Esta dama, oh, perlas de las muchas diademas de un rey, es la esposa del mago real Howl y viene en busca de su niño. La princesa Beatrice giró su entusiasmada y estropeada cara hacia Sophie. —¡Oh, es tu bebé! —dijo—. ¿Está Howl contigo, por casualidad? —No —dijo Sophie tristemente—. Esperaba que estuviera aquí. —No hay rastro de él, me temo —dijo la princesa Beatrice—. Una pena, habría sido útil, a pesar de que ayudó a conquistar mi país. Pero tenemos a tu bebé, ven por aquí. La princesa Beatrice la condujo a la parte de atrás de la habitación, más allá del grupo de princesas que intentaba consolar a Valeria. Puesto que Flor-en-la-noche fue con ellas, Abdullah las siguió. Para su creciente angustia, Flor-en-la-noche apenas lo miraba, sólo inclinaba su cabeza educadamente ante cada princesa junto a la que pasaban. —La princesa de Alberia —dijo formalmente—. La princesa de Farqtan. La dama heredera de Thayack. Esta es la princesa de Peichstan y, junto a ella, la sin-par de Inhico. Tras ella ves a la damisela de Dorimynde. Así pues, si no eran celos, ¿qué era?, se preguntó tristemente Abdullah. En la parte trasera de la habitación, había un gran banco con cojines. —¡Mi estante de los retales! —gruñó Sophie. Tres princesas se sentaban en el banco. La princesa mayor que había visto antes, una princesa abultada envuelta en un abrigo y la diminuta princesa amarilla sentada entre ambas. Los brazos como ramitas de la princesa menuda envolvían el cuerpo regordete y rosa de Morgan. —Ella es, según podemos pronunciarlo, la alta princesa de Tsapfan —dijo Flor-enla-noche formalmente—. A su derecha está la princesa de High Norland. A su izquierda, la jharín de Jham. La diminuta princesa de Tsapfan parecía una niña con una muñeca demasiado grande, pero alimentaba a Morgan con un gran biberón, de la manera más experta y experimentada. —Está bien con ella —dijo la princesa Beatrice—. Y también ha sido bueno para ella, ha dejado de estar deprimida. Dice que tuvo catorce bebés. La pequeña princesa les miró con una sonrisa tímida. —Tódoz chícoz —dijo con una pequeña, ceceante voz. Los pies y manos de Morgan se movían, abriéndose y cerrándose. Era el retrato de un bebé satisfecho. Sophie se quedó mirándolo fijamente un momento. —¿Dónde consiguió esa botella? —preguntó como si temiera que pudiera estar envenenada. La diminuta princesa miró de nuevo. Sonrió y señaló con un dedo minúsculo. —No habla muy bien nuestro idioma —explicó la princesa Beatrice—. Pero ese genio parece entenderla. El dedo de ramita de la princesa apuntaba al suelo junto al banco. Allí, debajo de su pequeño pie que colgaba en el aire, había una familiar botella malva azulada. Abdullah se lanzó a por ella. Y también se lanzó a la vez la abultada jharín de Jham, con una mano inesperadamente enorme y fuerte. —¡Déjalo! —el genio aulló desde dentro mientras se peleaban por él—. ¡No voy a salir! Esos demonios seguro que me matan esta vez. Abdullah agarró la botella con ambas manos y tiró. El tirón hizo que el abrigo que tapaba a la jharín se cayera. Abdullah se encontró mirando unos ojos azules en una arrugada cara, dentro de un matojo de pelo grisoso. El rostro del soldado guiñó inocentemente, le dedicó una avergonzada sonrisa y soltó la botella. —¡Tú! —dijo Abdullah indignado. —Uno de mis leales súbditos —explicó la princesa Beatrice—. Apareció para rescatarme. Bastante torpemente, por cierto. Tuvimos que ocultarlo. Sophie apartó a Abdullah y a la princesa Beatrice. —¡Dejadme que lo agarre! —dijo.

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