Todo era prisa y confusión alrededor de Abdullah. Aparecieron dos sirvientes más, seguidos primero por uno y después por dos jóvenes con largas togas azules, que parecían ser los aprendices del mago. Unos y otros correteaban mientras Lettie iba de un lado a otro del vestíbulo con Medianoche en sus brazos, dando órdenes a gritos. En medio de todo este desorden, Manfred se acercó a Abdullah y le ofreció asiento y un vaso de vino con solemnidad. Y puesto que parecía que eso era lo que se esperaba de él, Abdullah se sentó y le dio un sorbo al vino, perplejo por la confusión. Justo cuando parecía que iba a seguir así por siempre, todo paró. Un hombre alto, imponente, vestido con una toga negra apareció de algún sitio. —¿Qué diablos pasa? —dijo el hombre. Esa frase resumía todos los sentimientos de Abdullah, de modo que aquel hombre le cayó bien desde el principio. Tenía el pelo de un color rojizo desvaído y una cara cansada, con los rasgos muy marcados. La toga confirmó las suposiciones de Abdullah, aquel debía ser el mago Suliman, y habría parecido mago llevara lo que llevara. Abdullah se levantó de la silla e hizo una reverencia. El mago le dirigió una mirada de marcado desconcierto y se volvió hacia Lettie. —Viene de Zanzib, Ben —dijo Lettie—, y sabe algo sobre la amenaza a la princesa. Y trajo a Sophie con él. ¡Sophie es una gata! ¡Mira! ¡Ben, tienes que transformarla enseguida! Lettie era una de esas mujeres que se ven más encantadoras cuanto más consternadas están. Abdullah no se sorprendió cuando el mago Suliman la cogió por los codos suavemente y le dijo: «Sí, por supuesto, mi amor» y después la besó en la frente. Esto hizo que Abdullah se preguntase con tristeza si él tendría alguna vez la oportunidad de besar así a Flor-en-la-noche, o de decir, como acababa de añadir el mago: «Cálmate, acuérdate del bebé». Después de esto el mago se giró y dijo mirando por encima de su hombro: —¿Y puede alguien cerrar la puerta? Media Kingsbury debe de haberse enterado ya de lo que está pasando aquí. Con esas palabras, el mago Suliman se acabó de ganar el aprecio de Abdullah. Lo único que le había impedido a él mismo levantarse y cerrar la puerta era la duda de que dejar la puerta abierta en una crisis fuese una costumbre del lugar. Hizo otra reverencia y luego se topó con el mago, que giraba sobre sus talones para mirarlo de frente. —¿Y qué ha pasado, joven? —preguntó el mago—. ¿Cómo sabías que esta gata era la hermana de mi mujer? La pregunta sorprendió a Abdullah. Explicó (y lo explicó varias veces) que no tenía ni idea de que Medianoche fuese humana, ni mucho menos de que fuese la cuñada del mago real, pero no estaba demasiado seguro de que alguien le estuviese escuchando. Todos parecían tan contentos de ver a Medianoche que simplemente asumieron que Abdullah la había llevado a la casa motivado por pura amistad. Lejos de exigir una gran suma, el mago Suliman parecía creer que era él quien le debía algo a Abdullah y cuando Abdullah afirmó que no le debía nada, el mago añadió: «Bueno, de todos modos acompáñame y mira cómo se transforma». Lo dijo de un modo tan amistoso y confiado que Abdullah sintió aún más cariño por él y se dejó arrastrar junto con los demás a una gran habitación que parecía estar situada detrás de la casa (aunque Abdullah tenía la sensación de que, de algún modo, también estaba situada en otro, sitio). El suelo y los muros se inclinaban de una manera inusual. Abdullah no había visto nunca hacer brujería a nadie, la habitación estaba abarrotada de intrincados artefactos mágicos y lo miró todo con mucho interés. Lo que tenía más cerca eran unas formas de filigrana rodeadas de delicadas volutas de humo. Junto a ellas, dentro de unos complejos signos, había velas grandes y peculiares y, más allá, se veían insólitas esculturas hechas de arcilla húmeda. Aún más lejos, vio una fuente de cinco chorros de los que manaban raros diseños geométricos y esa parte escondía muchas otras cosas extrañísimas que se amontonaban en la distancia. —Aquí no hay sitio para trabajar —dijo el mago, atravesando la sala—. Estos tendrán que apañárselas solos mientras preparamos la habitación de al lado. Venga, daos prisa. Entraron tumultuosamente en la siguiente habitación, era más pequeña y estaba vacía salvo por algunos espejos redondos que colgaban de los muros. Lettie soltó con cuidado a Medianoche sobre una piedra verdeazulada situada en el centro, la gata se sentó allí lamiéndose severamente el interior de sus patas delanteras y mostrando completa indiferencia mientras todos los demás, incluyendo a Lettie y los sirvientes, trabajaban a ritmo frenético para construir, con unas varas plateadas, una especie de tienda de campaña alrededor de ella. Prudentemente, Abdullah se hizo a un lado y se quedó mirando, apoyado contra la pared. A estas alturas, se arrepentía de haberle dicho al mago que no le debía nada. Debería haber aprovechado la ocasión para preguntarle cómo llegar al castillo del cielo. Pero consideró que, ya que nadie parecía escucharle, era mejor esperar a que las cosas se calmaran. Entretanto, las varas formaron el dibujo de las estructuras de unas estrellas plateadas y Abdullah miró el ajetreo, desorientado por la manera en que la escena se reflejaba en todos los espejos, pequeña, llena de gente y redondeada. Los espejos se doblaban tan inexplicablemente como los muros y los suelos. Finalmente el mago Suliman dio una palmada con sus grandes y huesudas manos. —Bien —dijo—. Lettie puede quedarse para ayudar. Los demás, id a la otra habitación y aseguraos de que los custodios de la princesa siguen en su sitio. Los aprendices y sirvientes se apresuraron. El mago Suliman extendió sus brazos. Abdullah trató de mirar fijamente y recordar todo lo que sucedía. Pero tan pronto como la magia empezó a funcionar, no pudo estar seguro de lo que estaba pasando. Sabía que ocurrían cosas, pero parecía que no estaban ocurriendo. Era como escuchar música siendo duro de oído. A menudo, el mago Suliman pronunciaba una palabra extraña y profunda que volvía borrosa la habitación y el interior de la mente de Abdullah, lo que complicaba incluso más ver lo que estaba pasando. Pero la mayoría de las dificultades de Abdullah tenía que ver con los espejos de la pared. Seguían mostrando imágenes pequeñas y curvas que parecían reflejos, pero que no lo eran (o no exactamente). Cada vez que el ojo de Abdullah captaba uno de los espejos, este mostraba el armazón de varas brillando con la luz plateada de un nuevo dibujo (una estrella, un triángulo, un hexágono o algún otro símbolo angular y secreto), pero el armazón real que tenía frente a sí no brillaba en absoluto. En una o dos ocasiones, uno de los espejos mostró la imagen del mago Suliman con los brazos extendidos cuando, en la habitación, sus brazos permanecían caídos. Varias veces, un espejo exhibió a Lettie inmóvil, con sus manos apretadas y con aspecto vívidamente nervioso. Pero si Abdullah miraba a Lettie, ella no dejaba de moverse con tranquilidad, gesticulando de modo extraño. Medianoche no aparecía nunca en los espejos. Aunque su pequeña silueta negra, colocada en medio de las varas, era también sorprendentemente difícil de ver en la realidad. De repente, todas las varas brillaron argentina y brumosamente y el espacio que había dentro de ellas se llenó de niebla. El mago dijo una última palabra insondable y retrocedió. —¡Maldita sea! —exclamó alguien desde dentro de las varas—. ¡Ya no puedo oleros! Esto hizo que el mago sonriera y Lettie riera abiertamente. Abdullah buscó con la mirada a la persona que tanto los divertía y al instante no tuvo más remedio que mirar hacia otro lado. La joven que estaba en cuclillas dentro del armazón, como es lógico, no tenía nada de ropa encima. El simple vistazo le bastó para comprobar que la joven era tan rubia como morena era Lettie y que, aparte de esto, ambas eran muy parecidas. Lettie corrió a un extremo de la habitación y regresó con una toga mágica de color verde. Cuando Abdullah se atrevió a mirar de nuevo, la joven llevaba la toga puesta como una bata y Lettie trataba simultáneamente de abrazarla y sacarla del armazón. —¡Oh, Sophie! ¿Qué te pasó? —siguió diciendo. —Un momento —jadeó Sophie—. Al principio, parecía tener dificultad para equilibrarse sobre los dos pies pero abrazó a Lettie y luego fue tambaleándose hacia el mago y le abrazó también. —Se me hace tan raro no tener cola —dijo—. Pero gracias de corazón, Ben. Después avanzó hacia Abdullah, caminando con mayor facilidad ahora. Abdullah apretó la espalda contra la pared, preocupado de que fuese a darle también un achuchón, pero todo lo que dijo Sophie fue: —Debes de haberte preguntado porque te seguía. La verdad es que siempre me pierdo en Kingsbury. —Me alegro de haber sido de ayuda, oh, la más encantadora de los metamorfoseados —dijo Abdullah con cierta indiferencia. No estaba seguro de que se fuese a llevar mejor con Sophie de lo que se había llevado con Medianoche. Se le antojó que era una joven incómodamente testaruda..., casi tanto como la hermana de la primera mujer de su padre, Fátima. Lettie volvió a preguntar con exigencia qué había convertido a Sophie en gato y el mago Suliman dijo con preocupación: —Sophie, ¿significa eso que Howl deambula también como un animal? —No, no —dijo Sophie, y de repente pareció desesperadamente preocupada—. No tengo ni idea de dónde esta Howl. Fue él quien me transformó en gato, ya ves. —¿Qué? ¿Tu propio marido te convirtió en un gato? —exclamó Lettie—. ¿Se trata de otra de vuestras peleas? —Sí, pero hay una explicación perfectamente razonable —dijo Sophie—. Verás, lo hizo cuando alguien nos robó el castillo ambulante. Supimos que eso iba a pasar con casi medio día de antelación y todo gracias a que Howl estaba trabajando en un conjuro adivinatorio para el rey. El conjuro le mostró que algo realmente poderoso se llevaría el castillo y secuestraría después a la princesa Valeria. Howl dijo que avisaría al rey al momento. ¿Lo hizo? —Desde luego —respondió el mago Suliman—. La princesa no pasa ni un segundo sin protección. He invocado espíritus y he dispuesto guardias en la habitación contigua. Cualquiera que sea el ser que la está amenazando, no tiene oportunidad de llegar a ella. —¡Menos mal! —dijo Sophie—. Eso me quita un peso de encima. Se trata de un demonio, ¿lo sabías? —Ni si quiera un demonio podría alcanzarla —contestó el mago Suliman—. ¿Pero qué hizo Howl? —Primero maldijo —continuó Sophie—. En galés. Después ordenó a Michael y al nuevo aprendiz que se marchasen. Quería que yo me marchara también. Pero le dije que, ya que él y Calcifer se iban a quedar allí, yo me quedaría también y le pregunté si no podría hacer un conjuro para que el demonio, sencillamente, no notase mi presencia. Y discutimos sobre eso... Lettie se rio entre dientes. —¿Por qué no me sorprende? —dijo. Sophie se sonrojó y levantó su cabeza desafiante. —Bueno, Howl siguió diciendo que yo estaría más segura en Gales, con su hermana, y él sabe que no me llevo bien con ella y yo dije que sería de más utilidad si me quedase en el castillo, oculta a los ojos del ladrón. Sea como fuere —puso su cara entre las manos—, me temo que aún estábamos discutiendo cuando llegó el demonio. Hubo un enorme ruido y todo se volvió oscuro y confuso. Recuerdo que Howl gritó el conjuro del gato, farfullando a toda prisa, y que después le chilló a Calcifer. —Calcifer es su demonio de fuego —explicó Lettie educadamente a Abdullah. —Le chilló a Calcifer para salir de allí y salvarse a sí mismo, porque el demonio era demasiado fuerte para cualquiera de los dos —siguió Sophie—. Luego el castillo despegó delante de mí como la tapa de un plato de queso. Lo siguiente que sé es que yo era un gato y que estaba en las montañas al norte de Kingsbury. Lettie y el mago intercambiaron miradas perplejas sobre la cabeza agachada de Sophie. —¿Por qué en esas montañas? —se preguntó el mago Suliman—. El castillo no estaba precisamente cerca de aquí. —No, estaba en cuatro sitios a la vez —dijo Sophie—. Creo que fui arrojada en medio de los cuatro. Podría haber sido aún peor. Había muchos ratones y pájaros para comer. El gesto de la encantadora cara de Lettie se torció con disgusto: —¡Sophie! —exclamó—. ¡Ratones! —¿Por qué no? Eso es lo que comen los gatos —dijo Sophie y levantó de nuevo su cabeza desafiantemente—. Los ratones son deliciosos. Pero no soy muy aficionada a los pájaros. Te atragantas con las plumas. Pero... —tragó saliva y volvió a cubrirse el rostro con las manos—, pero todo esto sucedió en una época bastante mala para mí. Morgan nació una semana después de aquello y, por supuesto, fue un gatito... Esto último causó a Lettie, si cabe, aún mayor consternación que la idea de su hermana comiendo ratones. Se echó a llorar y extendió sus brazos en torno a Sophie. —¡Oh, Sophie! ¿Qué hiciste? —Lo que hacen los gatos siempre, por supuesto —dijo Sophie—. Alimentarlo y lavarlo mucho. No te preocupes Lettie, lo dejé con un soldado que es amigo de Abdullah. Ese hombre mataría a cualquiera que hiciera daño a su gatito. Creo —dijo al mago Suliman— que debería traer a Morgan ahora para que puedas transformarlo también. El mago Suliman se mostraba casi tan consternado como Lettie. —¡Ojalá lo hubiera sabido! —dijo—. Si nació gato a causa del mismo conjuro, puede que ya haya sido transformado. Lo mejor será que lo averigüemos. —Cruzó deprisa la sala en dirección a uno de los espejos redondos e hizo gestos circulares con ambas manos. Inmediatamente, el espejo, todos los espejos parecían reflejar la imagen de la habitación de la posada. Cada uno de ellos desde un punto de vista diferente, como si realmente estuvieran colgados en aquellas paredes. Abdullah fue mirando cada espejo y, al igual que les sucedió a los otros tres, lo que vio le alarmó. Por algún motivo, la alfombra mágica había sido desenrollada en el suelo. Sobre ella estaba un bebé rosado, desnudo y regordete. A pesar de lo reciente que era el bebé, Abdullah pudo ver que tenía una personalidad tan fuerte como la de Sophie. Y estaba reafirmando esa personalidad. Sus piernas y brazos daban golpetazos en el aire, su carita estaba crispada con furia y su boca era un enorme y enfadado agujero negro. Pese a que las imágenes de los espejos carecían de sonido, quedaba claro que Morgan estaba siendo muy ruidoso. —¿Quién es ese hombre? —dijo el mago Suliman—. Lo he visto antes. —Un soldado de Strangia, oh, realizador de maravillas —dijo Abdullah sin que resultase de mucha ayuda. —Entonces será que me recuerda a alguien que conozco —dijo el mago. El soldado estaba de pie junto al bebé chillón y lo miraba horrorizado e impotente. Quizá esperaba que el genio hiciera algo. En cualquier caso, tenía la botella en una mano. Pero el genio colgaba fuera de la botella en varios chorros de angustiado humo azul, tan impotente como el soldado, y cada chorro se tapaba con sus propias manos los oídos de una cara. —¡Oh, pobre niño querido! —dijo Lettie. —Pobre bendito soldado, querrás decir —replicó Sophie—. Morgan está furioso. Hasta ahora sólo ha sido un gatito y los gatitos pueden hacer muchas más cosas que los bebés. Está enfadado porque no puede caminar. Ben, ¿no podrías...? El resto de la pregunta de Sophie quedó ahogada por un sonido como de una pieza gigante de seda rajándose. La habitación tembló. El mago Suliman exclamó algo y se dirigió a la puerta y entonces se tuvo que apartar rápidamente. Una multitud de cosas gritonas y quejumbrosas se deslizó a través del muro cercano a la puerta, planeó a lo largo de la habitación y se desvaneció por el muro contrario. Fuesen lo que fuesen, iban demasiado rápido para ser vistas con claridad y ninguna de ellas parecía humana. Abdullah tuvo una borrosa visión de múltiples piernas con garras, de algo más que se desplazaba y fluía sin piernas, de seres con un único ojo enorme y de otros con muchos ojos en racimo. Vio cabezas dentadas, lenguas flotantes, colas en llamas. Lo que se movía más rápido era una pelota rodante de lodo. Después, se fueron. Un agitado aprendiz abrió la puerta de par en par. —Señor, señor. ¡Los custodios han caído! No pudimos sujetar... El mago Suliman agarró al joven del brazo y se lo llevó corriendo a la otra habitación, volviéndose para decir: —¡Regresaré en cuanto pueda! ¡La princesa Valeria está en peligro! Abdullah se asomó a los espejos para ver qué le estaba pasando al soldado y al bebé, pero los redondos cristales sólo le devolvieron su propia cara preocupada y la de Sophie y Lettie. —¡Ay! —dijo Sophie—. Lettie, ¿no puedes hacer que funcionen? —No, son la especialidad de Ben —dijo Lettie. Abdullah reparó en la alfombra desenrollada y en la botella del genio que tenía el soldado en la mano. —En ese caso, oh, par de perlas gemelas —dijo—, oh, adorables señoras, con vuestro permiso volveré corriendo a la posada antes de que haya quejas por el ruido. Sophie y Lettie dijeron a coro que ellas irían también. Abdullah no podía culparlas por ello, pero estuvo a punto de hacerlo cinco minutos después. Al parecer, Lettie no estaba preparada para salir a toda prisa por las calles en su interesante estado. Cuando los tres se apresuraron a través del caótico embrollo de conjuros rotos de la habitación contigua, el mago Suliman dejó un instante de colocar nuevas cosas entre las ruinas y ordenó a Manfred que sacara el carruaje. Y mientras Manfred lo hacía, Lettie llevó a Sophie escaleras arriba para conseguirle ropa apropiada. Abdullah se quedó dando vueltas por el vestíbulo. A ojos de cualquiera, no esperó más de cinco minutos, pero durante ese tiempo intentó abrir la puerta principal al menos diez veces y en cada ocasión un conjuro la mantenía cerrada. Pensó que se iba a volver loco. Le pareció que había pasado un siglo cuando Sophie y Lettie bajaron las escaleras, ambas elegantemente vestidas para salir, y Manfred abrió la puerta principal y les señaló un pequeño carruaje tirado por un bonito capón zaino, esperando sobre el empedrado. Abdullah pensó en subir de un salto al carruaje y espolear al caballo. Pero, por supuesto, eso no era educado. Tuvo que esperar hasta que Manfred ayudó a subir a las señoras y se colocó él mismo en el asiento del conductor. El carruaje salió impulsado mientras Abdullah se apretujaba en el asiento junto a Sophie, y repiqueteó por el empedrado, deprisa aunque no lo suficiente en opinión de Abdullah. Apenas podía soportar el pensamiento de lo que estaría haciendo el soldado. —Espero que Ben pueda lograr que parte de los custodios regresen pronto con la princesa —dijo Lettie preocupada mientras rodaban vigorosamente a través de una plaza. Las palabras acababan de salir de su boca cuando llegó hasta sus oídos una rápida descarga de explosiones, como fuegos artificiales mal manejados. Una campana comenzó a sonar en alguna parte, lúgubre y apresurada... ¡Tan, tan! ¡Tan, tan! —¿Qué es todo eso? —preguntó Sophie, y después se respondió a sí misma, señalando y gritando—: ¡Maldición! ¡Mirad, mirad, mirad! Abdullah estiró su cuello para ver lo que ella estaba señalando. Pudo ver la negra extensión de unas alas que tapaban las estrellas sobre las cúpulas más cercanas y las torres. Más abajo, de la cima de varias torres, llegaron los pequeños fulgores y los sonidos de un gran número de disparos, los soldados intentaban darle a las alas. Abdullah podría haberles dicho que ese tipo de cosas no funciona contra los demonios. Las alas revolotearon impasiblemente y giraron hacia arriba y después se desvanecieron en la azul oscuridad del cielo de la noche. —Tu amigo el demonio —dijo Sophie—. Creo que hemos distraído a Ben en un momento crucial. —Eso es justo lo que el demonio pretendía que hicieras, antigua felina —dijo Abdullah—. Si lo recuerdas, cuando se marchaba remarcó que uno de nosotros le ayudaría a raptar a la princesa. Por toda la ciudad, las campanas se unían para dar la alarma. La gente corría por las calles y miraba hacia arriba. El carruaje continuó su tintineo a través de un creciente clamor y se vio forzado a ir más y más lentamente conforme más gente se agolpaba en las calles. Todos parecían saber qué había ocurrido: «La princesa se ha ido», escuchó Abdullah. «Un demonio ha raptado a la princesa Valeria.» La mayoría parecía sobrecogida y atemorizada, pero uno o dos decían: «¡Deberían colgar a ese mago real! ¡Para qué se le paga!». —¡Ay, querida! —dijo Lettie—. ¡El rey no creerá que Ben ha estado trabajando muy duro para impedir que esto pasara! —No te preocupes —dijo Sophie—, tan pronto como haya agarrado a Morgan, iré y le contaré lo que ha pasado al rey. Se me da bien contarle cosas al rey. Abdullah la creyó. Se sentó y tembló como un flan de la impaciencia. Después de lo que se le antojó otro siglo, pero que probablemente sólo fueran cinco minutos, el carruaje se abrió paso en el abarrotado patio de la posada. Estaba lleno de gente que miraba hacia arriba. «Vi sus alas», escuchó Abdullah decir a un hombre. «Era un pájaro monstruoso que tenía a la princesa atrapada entre sus garras.» El carruaje se detuvo. Al fin, Abdullah pudo dar rienda suelta a su impaciencia. Saltó fuera, gritando: —¡Despejad el camino, despejad el camino, oh, gente! ¡Aquí hay dos brujas con negocios importantes que hacer! —Con continuos gritos y empujones, se las apañó para llevar a Sophie y a Lettie hasta la puerta de la posada y empujarlas dentro. Lettie estaba muy avergonzada. —¡Preferiría que no fueras diciendo que soy una bruja! —dijo ella—. A Ben no le gusta que la gente lo sepa. —Ahora mismo no tendrá tiempo de pensar en eso —dijo Abdullah. Las empujó junto al posadero, que las miraba, y hacia las escaleras—. Aquí están las dos brujas de las que te hablé, oh, el más celestial de los posaderos —le dijo al hombre—. Están ansiosas por ver sus gatos. —Subió saltando los escalones. Adelantó a Lettie, después a Sophie y luego voló hasta el rellano. Abrió de golpe la puerta de la habitación. —No hagas nada de lo que te puedas arrepentir... —comenzó a decir y después se detuvo al darse cuenta del total silencio que había en el interior. La habitación estaba vacía.
ESTÁS LEYENDO
El castillo en el aire
FantasyMuy al sur de Ingary, un joven mercader de alfombras llamado Abdullah fantasea con una vida emocionante llena de bandidos y princesas en apuros. Hasta que un misterioso extraño le vende una alfombra voladora. A partir de entonces se embarcará en un...