Abdullah caminó hacia la fonda. Cuando llegó, comprobó que realmente alguien dormitaba en uno de los asientos de madera situados fuera del lugar. También había mesas, lo que sugería que, además, se servían comidas. Abdullah se deslizó hasta un asiento y miró dubitativamente al hombre dormido.
Parecía un auténtico rufián. Ni en Zanzib, ni cuando estuvo entre los bandidos, había visto Abdullah jamás tales marcas de deshonestidad como las que tenía la cara tostada de aquel hombre. De primeras, el enorme morral que había en el suelo junto a él hizo pensar a Abdullah que, quizá, se dedicaba a hacer chapuzas; pero estaba bien afeitado y, aparte de este, los únicos hombres que Abdullah había visto sin barba ni bigote eran los soldados del norte, los mercenarios del sultán. Tal vez se trataba de un mercenario. Sus ropas parecían los restos ajados de una especie de uniforme, y llevaba el pelo trenzado sobre su espalda, a la manera de los soldados del sultán. Una moda que los hombres de Zanzib encontraban bastante desagradable, pues se rumoreaba que los soldados nunca deshacían ni lavaban su trenza. Y a la vista de esta trenza, caída sobre el respaldo de la silla donde dormía, Abdullah podía creer que era cierto. Pero no era sólo la trenza, no había nada limpio en él. Aun así, se le veía fuerte y sano, si bien no era joven. Su pelo bajo la suciedad era de color gris hierro.
Abdullah dudó en despertar al tipo. No parecía alguien en quien se pudiera confiar. Y el genio había admitido abiertamente que concedía deseos para provocar el caos. Este hombre puede llevarme junto a Flor-en-la-noche, meditó Abdullah, pero seguramente me robará por el camino.
Mientras seguía con sus dudas, una mujer con delantal se asomó a la puerta de la fonda, quizá para ver si había clientes fuera. La ropa que llevaba le hacía la forma de un regordete reloj de arena, y a Abdullah le pareció claramente extranjera y desagradable.
—¡Oh! —dijo al ver a Abdullah—. ¿Está esperando que le sirvan, señor? Debería haber golpeado en la mesa. Eso es lo que hacen todos por aquí. ¿Qué tomará?
Ella hablaba con el mismo acento bárbaro de los mercenarios del norte. Por lo que Abdullah concluyó que estaba en el país de aquellos hombres, fuera este cual fuese. Le sonrió.
—¿Qué me ofreces, oh, joya del camino? —preguntó.
Evidentemente, nadie antes había llamado joya a la mujer. Se enrojeció, sonrió y retorció su mandil.
—Bueno, ahora hay pan y queso —dijo—, pero se está haciendo la cena. Si no le importa esperar media hora, señor, puede tomar un pastel de carne con verduras de nuestra huerta.
Eso sonaba perfecto, mucho más de lo que Abdullah hubiera esperado de cualquier fonda con un tejado de hierba.
—Esperaré media hora de lo más encantado, oh, flor entre las mesoneras.
Ella le regaló otra sonrisita:
—¿Y quizá una bebida mientras espera, señor?
—Por supuesto —dijo Abdullah, que estaba todavía muy sediento del desierto. ¿Podría molestarla con un vaso de sorbete o, si no tiene, el zumo de cualquier fruta?
Ella le miró preocupada:
—Oh, señor, yo... Por aquí no somos mucho de zumo de frutas, y nunca he oído hablar de lo otro. ¿Qué tal una agradable jarra de cerveza?
—¿Qué es cerveza? —preguntó Abdullah cautelosamente. Lo cual desconcertó a la mujer.
—Yo..., bien, yo... es, er...
El hombre que había en el otro banco se levantó y bostezó.
—La cerveza es la única bebida apropiada para un hombre —dijo—. Un producto maravilloso.
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El castillo en el aire
FantasíaMuy al sur de Ingary, un joven mercader de alfombras llamado Abdullah fantasea con una vida emocionante llena de bandidos y princesas en apuros. Hasta que un misterioso extraño le vende una alfombra voladora. A partir de entonces se embarcará en un...