Capítulo 13: En el que Abdullah desafía al destino

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Abdullah se quedó agazapado un rato largo, pero cuando vio que las criaturas no iban a regresar, volvió a arrastrarse, de modo impreciso y desatinado, esperando descubrir qué le había pasado. Sabía que algo le había pasado, pero no parecía tener mucho cerebro con el que pensar. Mientras se arrastraba, cesó la lluvia. Esto le apenó, pues resultaba maravillosamente refrescante para su piel. Por otro lado, una mosca voló en círculos alrededor de un rayo de sol y se posó en la hoja de un jacinto cercano. Abdullah lanzó vertiginosamente su larga lengua, alcanzó a la mosca y se la tragó. «¡Qué rica!», pensó. Y luego pensó: «Pero si las moscas están sucias». Más preocupado que nunca se arrastró hasta otro macizo de jacintos silvestres. Y allí había alguien que era justo como él. Era marrón y rechoncho y verrugoso, y tenía los ojos amarillos encima de la cabeza. Tan pronto como este le vio, abrió su amplia boca sin labios en un alarido de horror y empezó a hincharse. Abdullah no esperó a ver más. Se dio la vuelta y se arrastró tan rápido como le permitían sus deformadas piernas. Ahora sabía en qué se había convertido. Era un sapo. El malicioso genio lo había arreglado todo para que fuese un sapo hasta que Medianoche lo encontrara. Y cuando lo hiciera, seguramente se lo comería. Se arrastró debajo de la hoja de la flor más cercana y se escondió allí. Casi una hora más tarde, las hojas de los jacintos se separaron para dejar pasar las garras de un monstruo negro. Parecía interesado en Abdullah. El monstruo le cubrió la cabeza con sus garras y le dio unos golpecitos. Abdullah estaba tan atemorizado que intentó saltar hacia atrás. Y se encontró a sí mismo tumbado de espaldas entre los jacintos del bosque. Lo primero que hizo fue pestañear mirando a los árboles, intentando adaptarse al hecho de tener otra vez pensamientos en la cabeza. Algunos de esos pensamientos eran más bien desagradables, como el recuerdo de dos bandidos convertidos en sapos que se arrastraban frente a la charca de un oasis, o el haberse comido una mosca, o el ser casi pisoteado por un caballo. Después miró alrededor y vio al soldado agachado cerca de él. Parecía tan desconcertado como Abdullah. Tenía su morral al lado y, más atrás, Mequetrefe hacía decididos esfuerzos para saltar fuera de su sombrero. El genio se encontraba junto al sombrero, complacido. Tan pequeño como la llama de una lámpara de alcohol, el genio se asomaba al exterior apoyando el humo de sus brazos en el cuello de la botella. —¿Os divertís? —preguntó mofándose—. Os he pillado, ¿eh? ¡Eso os enseñará a no molestarme con más deseos de la cuenta! La repentina transformación de Abdullah y el soldado había sobresaltado de tal manera a Medianoche que su pequeño cuerpo formaba un arco y les bufaba con enfado a los dos. El soldado alargó su mano hacia ella, haciendo ruiditos tranquilizadores: —Como vuelvas a asustar así a Medianoche —le dijo al genio—, romperé tu botella. —Eso ya lo dijiste antes —respondió el genio— y no pudiste hacer nada, ¡mala suerte!, la botella está encantada. —Entonces me aseguraré de que su próximo deseo sea convertirte en sapo —dijo el soldado alzando su pulgar hacia Abdullah. El genio dirigió a Abdullah una mirada desconfiada. Abdullah no dijo nada pero le pareció una buena idea para mantener al genio a raya. Suspiró. De una manera o de otra, no había forma de dejar de malgastar deseos. Se levantaron, recogieron sus cosas y reanudaron el viaje. Pero a partir de entonces viajaron con mucha más cautela, escogiendo los caminos más estrechos y las veredas que encontraban. Y aquella noche, en lugar de ir a una fonda, se detuvieron en un antiguo granero vacío. Había algo allí que interesaba a Medianoche y la mantenía alerta. De repente, se escabulló hacia las esquinas en sombra. Después de un rato volvió trotando con un ratón muerto para Mequetrefe y lo dejó cuidadosamente junto a él en el sombrero del soldado. Aunque Mequetrefe no estaba muy seguro de qué hacer con eso, al final decidió que era la clase de juguete sobre el que podía saltar con ferocidad y jugar a matar. Medianoche salió a merodear de nuevo. La mayor parte de la noche, Abdullah escuchó los débiles sonidos de su cacería. Con todo, al soldado le preocupaba alimentar a los gatos. Al día siguiente quería que Abdullah fuese a la granja más cercana y comprase leche. —Hazlo tú si quieres —dijo Abdullah cortante. Pero sin saber cómo, fue él quien se encontró saliendo de camino a la granja, con una lata del morral del soldado a un lado del cinturón y la botella del genio golpeando en el otro lado. A la mañana siguiente pasó exactamente lo mismo, y a la otra también, con la pequeña diferencia de que durmieron bajo almiares las dos noches y de que, la primera mañana, Abdullah compró un maravilloso pan de molde recién hecho y huevos la siguiente. La tercera mañana, mientras regresaba al almiar, intentó entender porque se sentía cada vez más malhumorado y explotado. No era sólo el hecho de que pasara todo el rato mojado, entumecido y cansado. Ni tampoco que malgastase mucho tiempo haciendo mandados para los gatos del soldado... Aunque sí, esto tenía algo que ver. Medianoche era, en parte, culpable. Abdullah sabía que tenía que estarle agradecido por defenderlos de los guardias. Y estaba agradecido. Pero todavía no terminaba de llevarse bien con Medianoche. Se montaba en sus hombros desdeñosamente cada día y se las apañaba para dejar bastante claro que, para ella, Abdullah era sólo una especie de caballo. Algo difícil de admitir, sobre todo viniendo de un simple animal. Durante todo el día, Abdullah estuvo rumiando este y otros asuntos mientras atravesaban el campo; él, penosamente, con Medianoche colgada con elegancia alrededor de su cuello, y el soldado en cabeza, cansado pero alegre. No era que no le gustasen los gatos. Ya se había acostumbrado. A veces encontraba a Mequetrefe casi tan dulce como lo encontraba el soldado. No, su mal humor tenía más que ver con la manera en que el soldado y el genio se empeñaban ambos en retrasar la búsqueda de Flor-en-la-noche. Abdullah pensó que, si no tenía cuidado, se pasaría el resto de la vida atravesando fatigosamente caminos campestres sin llegar ni tan siquiera a Kingsbury. Y cuando llegara todavía tenía que localizar al mago. No, esto no podía seguir así. Aquella noche acamparon en los restos de una torre de piedra. Eso era mucho mejor que un almiar. Pudieron encender fuego y comer caliente gracias a los paquetes del soldado, y Abdullah por fin pudo secarse y calentarse. Su ánimo mejoró. El soldado también estaba alegre. Se sentó contra el muro de piedra junto a Mequetrefe, que estaba dormido en su sombrero, y contempló el atardecer. —He estado pensando —dijo—. Mañana puedes pedirle un deseo a tu brumoso amigo, ¿no? ¿Sabes cuál sería el deseo más práctico? Deberías desear que volviera esa alfombra mágica. Así, sí que podríamos conseguirlo. —Sería mucho más fácil desear que nos mande directamente a Kingsbury, inteligente soldado de infantería —señaló Abdullah (un poco hoscamente, la verdad sea dicha). —Ah, sí, pero ya le he cogido la medida al genio, sé que estropeará ese deseo si puede —dijo el soldado—. Me refiero a que tú sabes cómo funciona la alfombra, podrías llevarnos allí con menos problemas y con un deseo a mano, listo para emergencias. Tenía sentido. Pese a eso, la única contestación de Abdullah fue un gruñido. Pues el modo en que el soldado había expuesto su consejo le abrió los ojos. Por supuesto que el soldado le había cogido la medida al genio. El soldado era así. Un experto en conseguir que otras personas hicieran lo que él quería. La única criatura que podía lograr que el soldado hiciera algo que no quería era Medianoche y Medianoche sólo hacía algo que ella misma no quería si era Mequetrefe el que quería algo. Eso ponía al gatito justo en lo alto del escalafón. «¡Un gatito!», pensó Abdullah. Y puesto que el soldado le había cogido la medida al genio y el genio estaba definitivamente muy por encima de Abdullah, eso ponía a Abdullah justo por debajo de todos. ¡No le extrañaba haberse sentido tan explotado! Y darse cuenta de que así es como habían funcionado las cosas con los parientes de la primera mujer de su padre, no le hacía sentir mejor. De modo que Abdullah se limitó a gruñir, algo que en Zanzib se hubiese considerado como una tremenda grosería, pero el soldado no estaba al tanto de esto y señaló alegremente hacia el cielo. —Otro encantador atardecer. Mira, otro castillo. El soldado estaba en lo cierto. Había magníficos lagos amarillos en el cielo e islas y promontorios y un largo cabo índigo hecho de nube y, sobre él, una nube cuadrada y arrugada como una fortaleza. —No es igual que el otro castillo —dijo Abdullah. Sentía que era hora de imponerse. —Por supuesto que no. No puedes ver la misma nube dos veces —dijo el soldado. A la mañana siguiente, Abdullah se las arregló para ser el primero en despertarse. El amanecer estaba todavía encendiendo el cielo cuando se levantó, agarró la botella del genio y se la llevó a cierta distancia de las ruinas donde habían acampado. —Genio —dijo—. Aparece. De mala gana, un fantasmal revoloteo de humo apareció en la boca de la botella. —¿Y esto a qué viene? —dijo—. ¿A dónde ha ido a parar toda esa charla de joyas, flores y demás? —Dijiste que no te gustaba. He dejado de hacerlo —dijo Abdullah—. Ahora me he convertido en un realista. Mi deseo es acorde a mi nueva forma de ser. —¡Ah! —dijo el humo del genio—, vas a pedir que vuelva la alfombra mágica. —Para nada —dijo Abdullah. Esto sorprendió tanto al genio que por poco se sale de la botella. Miró a Abdullah con unos ojos enormes, que en la luz del amanecer parecían sólidos y brillantes y casi humanos. —Me explicaré —dijo Abdullah—. El destino está claramente decidido a retrasar mi búsqueda de Flor-en-la-noche. Y eso a pesar de que también ha decretado que debo casarme con ella. Cada vez que intento ir contra el destino resulta que tú te aseguras de que mi deseo no haga bien a nadie y normalmente también te aseguras de que acabe perseguido por jinetes en camellos o caballos. O bien el soldado consigue que malgaste un deseo. Puesto que estoy cansado de tu malicia y de la del soldado, que va siempre a lo suyo, he decidido desafiar al destino para variar. Pretendo malgastar cada deseo deliberadamente de ahora en adelante. El destino se verá forzado a tomar partido o, si no, la profecía relativa a Flor-en-la-noche nunca se verá cumplida. —Te estás comportando como un chiquillo —dijo el genio— o como un héroe. O posiblemente como un loco. —No..., como un realista —dijo Abdullah—. Más aún, te desafiaré a ti malgastando los deseos de manera que hagan el bien a alguien en algún sitio. El genio se mostró completamente sarcástico: —¿Y cuál es tu deseo hoy? ¿Un hogar para los huérfanos? ¿Qué el ciego recupere la vista? ¿O simplemente prefieres que coja todo el dinero de los ricos y se lo dé a los pobres del mundo? —Estaba pensando —dijo Abdullah— que debería desear que esos dos bandidos que transformaste en sapos volvieran a su forma humana. Una mirada de delicioso regocijo se extendió en la cara del genio. —Podría ser peor. Te lo concedo con placer. —¿Qué problema acarrea ese deseo? —preguntó Abdullah. —Oh, uno no muy grande —dijo el genio—. Sencillamente que los soldados del sultán siguen acampados en aquel oasis. El sultán está convencido de que todavía andas en algún lugar del desierto. Sus hombres están peinando la región entera en tu busca. Pero estoy seguro de que emplearán algo de tiempo con los dos bandidos, aunque sólo sea para mostrarle al sultán lo celosos que son de su trabajo. Abdullah lo tuvo en cuenta. —¿Y quién más hay en el desierto que podría estar en peligro debido a la búsqueda del sultán? El genio le miró de reojo: —Estás ansioso por desperdiciar un deseo, ¿no? No muchos, salvo algunos tejedores de alfombras y algún profeta que otro... Y Jamal y su perro, por supuesto. —¡Ah! —dijo Abdullah—. Entonces gastaré este deseo en Jamal y su perro. Deseo que Jamal y su perro sean transportados instantáneamente ambos a una vida de comodidad y prosperidad como, déjame ver, como cocinero y perro guardián en el palacio real más cercano, aparte del de Zanzib. —Haces muy difícil —dijo el genio patéticamente— que ese deseo salga mal. —Tal era mi propósito —dijo Abdullah—. Si pudiera descubrir cómo hacer que ninguno de tus deseos salga mal, me quedaría descansando. —Podrías conseguir eso con un solo deseo —dijo el genio. El genio sonaba bastante melancólico por lo que Abdullah adivinó a qué se refería. Quería ser liberado del encantamiento que lo ataba a la botella. Podría gastar fácilmente así su deseo, reflexionó Abdullah, pero sólo lo haría si pudiese contar con que, después, el genio estuviera suficientemente agradecido para ayudarle a encontrar a Flor-en-la-noche. Con este genio eso parecía de lo menos probable. Y si liberaba al genio, entonces se vería obligado a dejar de desafiar al destino. —Pensaré en ese deseo más tarde —dijo—. Mi deseo de hoy es para Jamal y su perro. ¿Están ya a salvo? —Sí —dijo el genio malhumoradamente. Por la mirada en su cara de humo mientras se desvanecía al interior de la botella, Abdullah tuvo la inquietante sensación de que, de alguna manera, se las había arreglado para hacer que este deseo también saliera mal, pero, por supuesto, no había manera de saberlo. Abdullah se giró y se encontró al soldado mirándolo. No tenía idea de cuánto había escuchado pero se encontraba preparado para contestarle. Aunque lo único que dijo el soldado fue «No entiendo demasiado bien la lógica de todo eso», antes de sugerir que caminaran hasta encontrar una granja donde poder comprar el desayuno. Abdullah volvió a montar a Medianoche en los hombros y se pusieron en camino. Aunque no había signos de guardias, no parecía que se estuviesen acercando a Kingsbury. De hecho, cuando el soldado le preguntó a un hombre que cavaba una fosa cómo de lejos quedaba, este le contestó que estaba a cuatro días de camino. «¡El destino!», pensó Abdullah. A la mañana siguiente, le dio la vuelta al almiar donde habían dormido y deseó que los dos sapos del desierto se convirtieran en hombres. El genio estaba muy disgustado: —¿No me escuchaste decir que la primera persona que abriese mi botella se convertiría en sapo? ¿Qué quieres, que deshaga un trabajo bien hecho? —Sí —dijo Abdullah. —¿Y eso contando con el hecho de que los hombres del sultán siguen allí y seguramente los colgarán? —preguntó el genio. —Creo —dijo Abdullah recordando su experiencia como sapo— que incluso así preferirían ser hombres. —¡Oh, muy bien! —respondió el genio con enfado—. Te das cuenta de que estás arruinando mi venganza, ¿no? ¡Pero, qué te importa! ¡Para ti soy sólo un deseo diario en una botella!

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