Inesperado

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  El joven pasó la mayor parte de su día en compañía del señor Cuyu, discutiendo sus planes a futuro y, aunque no se había dado cuenta, el padre de Amaris lo había atrapado, convirtiéndose él en el único que podía comprar los orbes que recaudara cuando entrara en la mazmorra en su próxima expedición.

Su trayecto al salir de la tienda de su benefactor fue desconocido, pues al estar sumido en sus pensamientos, no se percató que había comenzado a caminar.

  —Me siento raro. —Dijo, al observar su nueva túnica abierta de color negro con rojo, nunca había portado una vestimenta de tan alta calidad, por lo que, al sentir el suave roce de la tela, su cuerpo experimentó otro tipo de placer.

  —Señor, por favor espere. —Dijo alguien a sus espaldas, acercándose con rapidez. Gustavo giró su cuello de inmediato, observándola con un poco de confusión, ya que, por sus facciones, se le hacía muy familiar a una persona que había conocido en su tierra, sin embargo, no pudo encontrar el recuerdo de quién. La mujer era bella en el sentido poético, de cuerpo conservador, tez ligeramente morena, ojos cafés, muy bellos y, cabello castaño, recogido de una manera que dejaba apreciar con lujo de detalles sus deslumbrantes hombros.

  —¿En qué puedo ayudarle? —Dijo. La dama frunció ligeramente el ceño al recibir aquella respuesta, pero optó por no tomarle importancia.

  —Mil disculpas si le he interrumpido, pero deseaba charlar con usted sobre algo importante. —Dijo con una expresión honesta. Gustavo la miró y, al no tener nada que hacer, aceptó, asintiendo con la cabeza.

  —Dígame.

  —No podemos hablar sobre ello en estos lugares tan concurridos, por favor, acompáñeme. —Su rostro expresaba preocupación más allá de lo normal. El joven guardó silencio por un breve momento, meditando su petición y, al no encontrar nada para rechazarla, dio su consentimiento.

Parecía nerviosa, tanto que hacía muecas casi imperceptibles. De vez en vez volteaba a su derecha e izquierda, como si se estuviera cerciorando de que nadie los siguiera. Continuaron caminando por las calles principales, hasta llegar a los barrios pobres de la ciudad. Las estructuras de los alrededores cambiaron, estaban hechas en su mayor parte de madera, los niños jugaban afuera, cerca de los árboles, mientras que algunas personas trabajaban en sus pequeños cultivos.

  —Creo que nos hemos alejado lo suficiente, ya puede conversar conmigo de lo que desea. —Dijo Gustavo, deteniéndose, no había hablado durante casi veinte minutos, por lo que, aunque no tenía nada que hacer, no quería perder su tiempo en juegos.

  —No puedo hablarle aquí, por favor acompáñeme a mi casa. —Dijo ansiosa.

Gustavo notó que su nerviosismo no era actuado, por lo que asintió nuevamente y emprendió una vez más la marcha. Desde pequeño fue enseñado a brindar su ayuda cuando era necesitado, por lo que, aunque no lo deseara, sus principios eran más fuertes y debía actuar en base a ellos.

El paisaje volvió a cambiar, todo lo que le rodeaba eran extensos campos, con animales pastando o durmiendo. Una sonrisa se dibujó en su rostro, era la primera vez que observaba algo muy similar a su antigua tierra y, aunque había sido por un instante, aquella vista le entregó un poco de felicidad.

  —¿Quién es usted? —Preguntó algo curioso. La dama se detuvo y volteó.

  —Mi nombre no es importante en estos momentos, solo puedo decirle que pertenezco al gremio de aventureros —Cuando Gustavo escuchó sus palabras, se colocó en guardia casi al instante, había recordado que en ese lugar tenían una misión de captura por él y, aunque la habían cancelado, desconfiaba un poco. La dama lo observó, sonriendo ligeramente, hasta su nerviosismo había desaparecido—. Sería una completa estúpida si me atreviera a enfrentarlo, señor Sin nombre —Dijo—, en realidad es todo lo contrario, deseo pedirle su ayuda.

El hijo de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora