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Shi WuDu yacía tendido en el diván. Vestía solo una bata de seda azul medianoche, con motivos de nubes bordados en plata en las mangas y en los bajos de la prenda, sobre pantalones blancos sueltos. Con un brazo flexionado sobre el rostro, cubría sus ojos y la otra mano descansaba laxa hasta el suelo. Su pecho desnudo –visible entre las solapas abiertas de la bata –permanecía inmóvil, abandonado todo fingimiento de humanidad. En su pálida garganta, la cicatriz negra resaltaba como una maldición.

Durante unos minutos, continuó en la misma pose, como una estatua. Finalmente, sus dedos que rozaban el suelo se estremecieron. Lentamente, elevó el brazo y rozó el medallón dorado que descansaba entre sus pectorales. Por un momento, sus yemas heladas buscaron en el metal un calor que ninguno de los dos conservaba, el calor de un cuerpo largamente perdido. Con un brusco ademán, cerró la mano sobre el dije y tiró. La cadena cedió fácilmente y al segundo siguiente, la joya volaba a través de la estancia para estrellarse en la pared y dejar una grieta antes de caer al suelo, tintineando sordamente.

Shi WuDu se erguía ahora en pie en medio de la habitación, mirando con rabia la joya inútil. Resoplando furioso, giró sobre los talones –la seda arremolinándose en torno a él, el cabello como tinta ondeando en aguas invisibles.

Su medallón. El medallón que una vez llevara el mismo en torno a su cuello, que fuera hecho a partir del núcleo dorado de Shi QingXuan, que yaciera junto a su cuerpo mientras se podría, que una vez temblara por cada emoción, cada temor que agitara al Señor del Viento. Pero este medallón no podía transmitirle nada del estado de su hermano.

Su hermano. Shi Huan no era su hermano. Shi Huan no era Shi QingXuan. ¿Cuánto había tardado en comprenderlo? Sí, el alma del niño que protegiera, del adolescente por el que luchara, del joven por el que fuera contra el destino mismo... esa alma –preciosa, diáfana, brillante –estaba allí, contenida en el cuerpo que copiaba cada detalle del anterior; sin embargo, ese no era QingXuan. QingXuan no se hubiese rebelado. QingXuan no hubiese dejado su casa, no hubiese buscado excusas para mantener su independencia. QingXuan hubiese inclinado la cabeza y asentido.


Sí, gege.


Pero Shi Huan no era Shi QingXuan, se recordó de nuevo, cerrando los ojos con fuerza, enterrando las largas uñas color sangre vieja en sus cabellos sobre la frente.

No precisaba un estúpido medallón –un medallón que pertenecía a un dios muerto hacía más de tres mil años.

Sin voltear a mirar de nuevo hacia la joya abandonada, abandonó la sala y pasó a su gabinete. Extendió la mano en el aire y el teléfono celular flotó desde encima del escritorio hasta él. Consultó el registro de llamadas y mensajes, aunque sabía que no había recibido ninguno de los dos. Gruñó entre dientes mientras buscaba el número de Shi Huan en marcación rápida y lo pulsaba.

El silencio le respondió durante unos tres segundos interminables y luego la voz alegre del joven le invitó a dejar un mensaje. Insistió una segunda vez... una tercera... cuarta... quinta... Siseando impaciente, apretó el móvil en su mano. Un pulso de energía circuló por su antebrazo, sus dedos crispados y el artefacto humeó en su palma hasta estallar en una descarga eléctrica. Abrió la mano, dejando caer los pedazos chamuscados y retorcidos al suelo.

Una oleada de energía espiritual pasó sobre el demonio, quien giró asumiendo una pose defensiva. El pulso energético se repitió y Shi WuDu se lanzó fuera del gabinete, atravesando las paredes como una cuchilla de hielo que hendiera el tiempo.

En el recibidor, Gu Zhi hizo una reverencia ante los recién llegados, demorándose un poco más delante de la mujer. El joven inmortal se irguió y abría la boca para decir algo cuando un viento helado congeló sus miembros.

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⏰ Última actualización: Dec 14, 2020 ⏰

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