CAPITULO 1

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Aquel anciano despedía un olor a rancio, a amargo y a muerto desde el otro lado de la cama: era mi marido. Hacia unos días, mi madre, una viuda acaudalada, había arreglado mi matrimonio con un anciano también acaudalado. La ceremonia fue discreta, pero llena de regalos; "discreta", como decía mi madre.

El sacerdote del lugar era uno de los invitados a la ceremonia de noche de bodas. No podía entender esa asquerosa tradición de mi madre, pero la sostenía como su religión del Medioevo. Todos esperando la mancha de virginidad en aquella sacrosanta sabana, justo al lado de la otra habitación, separados solo por una ligera puerta sin cerradura.

Me miró débilmente; su excitación era evidente, ¿a cuántos ancianos casan con jovencitas que pudieran ser sus nietas? No solo a mí, pero en ese preciso momento, sentía que era la única en el mundo con tal pesadilla.

Se retiró la dentadura postiza y el camisón, dejando al descubierto su horrible cuerpo arrugado y lleno de vello cano. Su respiración aumentó al acercarse a mí; comenzó a sudar a chorros, y apenas pudo tocar mi pecho por sobre mi bata cuando se desplomó cayendo encima de mí.

Grité horrorizada; el sacerdote, mi madre, y los sirvientes entraron de inmediato para ver la escena: el anciano muerto desnudo encima de mí sobre el piso, una jovencita de apenas catorce años, llorando a mares por lo ocurrido.

El sacerdote fue testigo, y con ayuda de mi madre, se me consideró viuda de aquel anciano. Heredé todo lo que poseía, dejando muy en claro mi virginidad intacta, lista para cualquier otro matrimonio en puerta.

No fue el único, tuve dos maridos más, que, con la suerte de mi madre, morían de igual manera, justo en la noche de bodas. El último, logró tocarme un poco más, pero nunca se consumó el matrimonio; sus horribles manos tocaron mi carne, quemándola al tacto, su lengua violó mi boca, obligándome a sentir su dentadura agria y maloliente; su arrugado cuerpo envuelto en capas de obesidad, grasientas y sebosas rozando el mío con su flácido miembro.

No podía hacer nada, no era dueña de mi cuerpo, ni de mis pensamientos, estaba sujeta a un destino amargo que tendría que tragar por siempre.

-¿Cómo se siente señorita? -escuché preguntar a Eva, mi mucama.

Me dolía todo el cuerpo; estaba en mi habitación, mis manos habían sido sanadas, y la dulce voz de Eva me trajo a la realidad.

-¿Qué estaba pensando señorita? -preguntó mientras me daba a probar una bebida caliente.

-¿Quién fue por mí? -respondí un poco contristada.

-Anabelle, Isabel, Ana y yo.

-Entiendo -dije tratando de incorporarme sobre la cama, pero el dolor era tan agudo sobre mis brazos y tendones, que solo pude recargarme sobre un montón de cojines que Eva acomodaba para mí.

Ella era una mujer extraordinaria. Teníamos la misma edad, me amaba como una hermana. Su familia numerosa constaba de siete varones, su padre y ella, así que comprendía la urgente necesidad de una compañera.

Con la mirada altiva y repugnante, mi madre entró a la habitación. Dio unas cuantas indicaciones a Eva con desdén, para luego correrla de mi habitación con desprecio. Miró mi cabello trenzado con delicadeza por unas manos amorosas y las vendas bien sujetas sobre mis muñecas, levantó las cejas y clavo sus horribles ojos castaños sobre la mirada inquieta de una hija temerosa.

- Esta noche tenemos una cena importante.

-¡Pero madre! -solté un alarido pidiendo misericordia.

-¡Cállate! -gritó con desprecio sin dejar de clavarme una mirada hostil-. Vendrá nuestro amado sacerdote y el general de Monte Clarence, parece que te ofrecerá una propuesta interesante, y espero -repuso en tono de orden directa- que esa propuesta sea aceptada esta misma noche.

Lo Oscuro de mi SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora