1-La encomienda de Keseb

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Como cada mañana, la enorme campana del Monasterio sonaba al amanecer. Mitya abrió los ojos, se cubrió la cabeza con la almohada y comenzó a gimotear y a gruñir. Casi un cuarto de hora más tarde se sentó a un costado de la cama, completamente resignado y maldiciendo al lugar al que ahora llamaba hogar. Se frotó los ojos un poco y esperó a que su cuerpo reuniera la fuerza de voluntad suficiente para ponerse de pie y caminar. Corrió las cortinas de su habitación para que la luz del sol iluminara su <<cueva>> y abrió las ventanas para expulsar el cargado olor del encierro nocturno.

Incluso desde aquella distancia, la torre, cilíndrica y roja, era perfectamente visible. Algo le decía que, durante mucho tiempo, ninguna otra construcción de la ciudad aspiraría a quitarle el título de la estructura más grande de toda Axis, la enorme ciudad ubicada en el centro de la región de Ferus.

Se puso una camiseta negra, unos pantalones grises y unas sandalias muy ajustadas. Salió al pasillo y caminó a paso lento hasta el baño de su planta. Luego de mojarse la cara, alzó la vista hacia el espejo. Miraba su rostro y a la vez no. Aún estaba algo adormilado, y ese momento de reflexión/somnolencia era la última oportunidad que su cerebro le ofrecía para reconsiderar su situación actual y dormir hasta tarde. Después de todo, ya podía elegir sus horarios de entrenamiento y a sus maestros en la escuela de guerreros, a la que no estaba tan apurado o emocionado por regresar.

A duras penas había logrado completar el primer año de preparación; pero cabe aclarar que ese primer año no duraba exactamente trescientos sesentaicinco días. Se esperaba que durase poco menos de diez meses, aunque a veces podía extenderse hasta por casi una década. Todo dependía del desempeño del alumno. Un aspirante a guerrero solo podía decir que ya había terminado el primer año de Pennhurst cuando aprobaba las tres pruebas consecutivas de combate físico que se presentaban al final de este.

A pesar de tener una agenda muy apretada, Mitya logró pasar el primer año en poco más de once meses invirtiendo esfuerzo, dedicación, horas destinadas al sueño y el poco tiempo libre del que disponía. Todos los avatares de la ciudad decían que el primer año de la escuela de guerreros era siempre el más difícil, razón por la que Mitya estaba absolutamente convencido de que su preparación ahora sería menos tortuosa. Ahora era alguien considerado apto para luchar, viajar y trabajar en nombre de su ciudad. Merecía un pequeño descanso luego de semejante odisea. Una rutina de entrenamiento más flexible como mínimo.

Las vacaciones, para la gran mayoría de los axisianos, habían empezado hacía unas pocas semanas atrás; pero una parte de él se sentía en la obligación de mantenerse activo para no perder todo el progreso conseguido hasta ese momento. Iría a correr y tal vez a pulir un poco su estilo de lucha antes del mediodía. Descansaría en la tarde como la Mónada mandaba.

Peinó su cabello y miró su reflejo una última vez. Agradecía que su condición le diera un sistema superior al humano, pero una parte de él seguía preguntándose por qué su ídolo no le ayudó con la parte que de verdad importaba: Su pigmentación.

Su cabello era tan blanco como su piel y sus ojos eran de una apagada tonalidad roja grisácea. La gente que lo veía la primera vez nunca se imaginaba que era un inmortal más de ese privilegiado montón, sino un simple humano con albinismo oculocutáneo. <<Pero esto es mejor que nada>>, se recordaba constantemente, especialmente cuando comparaba su estilo de vida humano con el de avatar.

Luego de peinarse, bajó las escaleras hasta la primera planta de su asilo. Estaba de camino al salón comedor cuando vio a dos personas conversar en la recepción del edificio. Una era la directora del asilo, la otra una mujer que solo había visto una vez desde su llegada a Axis. Su tez era marrón clara y su cabeza estaba completamente rasurada. Eso siempre le extrañó, ya que había visto a otras mujeres que seguían cierta doctrina religiosa o espiritual en el pasado, y ellas solo llevaban el cabello arreglado en un pomposo moño. Aquella mujer vestía una túnica de color ámbar y unas sandalias. Tenía una marca muy parecida a un bindi en su entrecejo; aunque eso no aclaraba mucho, pues la piel expuesta de su cuerpo (cabeza, cuello, manos y pies) dejaba ver incontables tatuajes de color azul brillante con diseños de flores, hojas y tallos espirales.

Simarg: Primer Libro de Las Guerras de TabulaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora