Capítulo I

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La límpida y perfumada piel del joven príncipe se tensó tras escuchar las grandes compuertas abrirse, dejando paso libre para la carroza real. El cochero pateó con la suela de su bota la ventanilla del comportamiento de Jimin para avisarle que se acercaban al Palacio de Daegu, tensándolo aún más si era posible.

El príncipe suspiró, echándole una melancólica mirada al afuera. Los niños eran altos, delgados y bellos; los vendedores portaban grandes sonrisas; las tiendas de campaña, pulcras y llenas de compradores; las lejanas y robustas casas de adobe y madera se pavoneaban con hermosas plantas; los cerezos florecidos adornaban cada lado del sendero de piedra; los templos erigidos con oro y fina madera.

Era una bonita ciudad, llena de alegría y juventud, pero Jimin sólo quería volver a su humilde y rústico Palacio de Jeonju, con el sol de verano, las dunas de arena naranja, los calores intensos y su amada madre...

Y a pesar que Daegu parecía el paraíso de ensueño de cualquiera (aún más debía ser el Palacio), el príncipe Jimin sólo podía sentir que lo llevaban al matadero, donde moriría por el filo de la espada o por la vergüenza.

A momentos se sentía una especie de héroe. Y otras, una cosa. Él se había convertido en un intercambio; un objeto a veces de mucho y otras de poco valor que el rey Sung, su padre, había vendido al rey NamJoon para evitar una guerra que aseguraba en todo ámbito el fracaso de Jeonju y la victoria de Daegu, además de mucha más sangre derramada y desperdiciada.

El príncipe Jimin fue vendido al rey NamJoon, y eso significaba que debía irse de Jeonju y vivir de ahora en más en el Palacio de Daegu. En el camino del primero hasta el segundo, Jimin pensó las dos posibilidades que eso conllevaba.

En primer lugar, podía ser que apenas pusiera un pie en el Palacio, lo matasen. Y en segundo lugar, el rey NamJoon tenía una hija, la princesa Soung-He. Bien podía ser que para humillar a su padre (y en el camino, a él mismo), casasen a Jimin con la princesa y lo imposibilitasen como extranjero a heredar el trono, dejándolo sin ningún tipo de privilegios ni voz en la familia real. Como un perro cuya dueña era una princesa con fama de prostituta, sin posibilidad de quejarse ni negarse, atado toda su vida a esa infamia.

—Señor Jimin —la potente voz del cochero lo sacó bruscamente de sus pensamientos—. No querrá perderse la vista.

Jimin se acercó a la ventanilla y miró. No pudo evitar abrir la boca.

Entre altos pinos y frondosos árboles de flor, se abrían paso altas fundaciones de pedruscos blancos, asentadas en cimientos de piedra que se levantaban hasta un techo curvo con tejas, apoyado éste con postes y paredes de adobe pintado en blanco. Había galerías a los costados y en el frente, una gran puerta de madera negra. Un esplendente sendero de bloques de piedra coloreada conducía hasta la puerta principal. Ésta, bajo el sol, brillaba como esmeraldas, amatistas, ópalos y zafiros incrustados, dándoles una lujosa bienvenida a los convidados.

Tres pisos. Tejas negras. Se veían los fornidos soldados y los elegantes sirvientes entrar, salir, pasearse por las galerías... Jimin, con el corazón apretado, pensó que la ciudad de Daegu era bonita. Pero el Palacio era un pedazo de cielo caro y hermosamente acicalado.

El cochero bajó de la carroza y le abrió la puerta. Un sirviente vestido de blanco, con ojos pícaros y bella sonrisa apareció de pronto entre la puerta de la carroza y el sendero de piedras pintadas, quien estiró su mano para ayudar al príncipe a bajarse.

Mi Señor [YoonMin]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora