La libertad seguía fuera de nuestro alcance en esos momentos.
Creímos tocarla, es más, llegamos a rozarla... Por desgracia con más de un millón de dólares puedes costearte ropa, deportivos, pequeñas islas pedidas para ti solo e incluso algo de fama y mucho más que fortuna, pero no buena suerte.
Y yo era la chica con peor suerte de América, cosa que no lograba cambiar siquiera en mis sueños.
Dylan y yo corrimos de la mano en dirección al BMW que se suponía que iba a ser nuestro billete hacia la libertad.
Mis pies respondían torpes a la carrera (aunque, bien pensado, mis pies solían responder tercos a cualquier cosa); en cambio, los de Dylan se movían de manera majestuosa, adaptando sus pisadas al movimiento rítmico en que latían nuestros corazones rebosantes de adrenalina, nuestras impacientes respiraciones, fundiéndose en la maravillosa sinfonía de la velocidad.
« Estamos muertos, estamos muertos. Alex, estás muerta.», me limité a pensar yo mientras procuraba no pegar un traspiés.
Sin previo aviso, un chico alto apareció de detrás de unos coches aparcados de mala manera en mitad de la calzada.
Levanté el arma a modo de acto reflejo y apreté el gatillo tan fuerte que me obligué a cerrar los ojos, pero en vez de apuntar al chico apunté a la espalda de Dylan, la cual se interpuso justo en la trayectoria de mi bala fantasma.
Disparé. Escuché un click pero de la pistola no salió nada más que ese pequeño suspiro metálico que no hizo más que alargar lo inevitable.
La pregunta ahora sería: «¿Qué puñetas es lo inevitable, Johnson?»
Bueno, cuando me di cuenta de que mi arma, nuestra única manera de escape, era un traidor y sucio fantasma, decidí que era hora de deshacerse de ella y, como no, robar otra.
Arrojé a la traidora al suelo de golpe y agarré la chaqueta de Dylan, la misma que había llevado puesta esa noche y que me enviaba recuerdos confusos; Esa chaqueta de cuero marrón oscuro que me alcanzaba hasta poco antes de las rodillas y que me hacía sentir tan diminuta con un gusano de seda. Bueno, el caso es que la agarré con fuerza, ya fuera por miedo a perderla o por el contrario a que ella me perdiera a mí. Entonces Dylan cruzó su brazo desde el pecho hasta mi cadera, protegiéndome cual Mario Bros a su princesa Peach, mientras que con la otra logró efectuar un habilidoso movimiento para zafar al chico del agarre de su arma y hacerse él mismo con el poder de esta.
-Joder -bramó nuestra víctima justo antes de ser abatido por un golpe seco en la mandíbula causado por la culata de su propia -ahora nuestra- pistola.
Nota importante: «Las armas no son compañeros fiables.»
-¡Ahí están! -gritó alguien, el cual no tuve que girarme para saber que a) se trataba de Blackjack b)llevaba una pistola cargada y c) no dudaría en disparar.
Para mi suerte, Dylan pensaba como yo.
Agachamos la cabeza para no ser atravesados por la bala que pocos segundos después quiso atentar contra nuestras flamantes vidas adolescentes y que impactó contra el seat verde que teníamos justo delante de nosotros.
-Hasta luego, pringado -susurré al cuerpo inconsciente mientras Dylan tiró de mi brazo para obligarme a escapar de nuevo del peligro.
Entonces razoné: ¿Por qué nos habíamos metido de cabeza en el peligro si luego intentábamos escabullirnos de entre sus fauces?
Supuse que, aunque lo temíamos, también lo teníamos como dulce adicción.
Seguimos corriendo hasta llegar al BMW, el cual no estaba muy lejos de nuestra posición, chocando de golpe contra la chapa de su puerta a causa de la desesperación.
-Mierda, dónde... -se palpó uno a uno todos los bolsillos que tenía en busca de las llaves del coche, pero lo único que encontró fué un envoltorio de chicle. Chasqueó la lengua, frustrado, bufó unas cuantas palabras feas -¿Dónde cojones puse las llaves? ¡Joder!
Golpeó la puerta, enfurecido. Desde ella divisé unos asientos de cuero negro curiosamente familiares, dos bolsas vacías de Doritos, un par de bocatas de albóndigas a medio comer y una mochila negra: la mochila que guardaba nuestro maldito millón de dólares, oscura y oculta a los pies del asiento del copiloto, riéndose en nuestra cara de nuestra mala suerte.
Me frustré; La desesperación envolvió mi subconsciente, cegándome.
- ¡Tenemos que salir de aquí, Dylan, tenemos...! - Golpeé la ventanilla con el puño cerrado y esta cedió, resquebrajandose en un millón de trocitos de cristal que se clavaron en mi mano, de la cual comenzó a emanar una pequeña cantidad de sangre -¡Ouch!
Poco a poco, esa pequeña cantidad aumentó.
-¡Vamos, Josh! - gritaron a nuestras espaldas.
Me giré, pero no ví nada. Busqué alguna sombra que buscara otra sombra en la que fundirse y desparecer; nada.
Me volví hacia Dylan, quién estaba ocupado intentando hacer algo con la herida palpitante de mi mano y maldiciendo a causa de mi leve autocontrol.
-¡De verdad, no hacia falta hacer esa gilipollez! - protestó.
- Dios, olvídalo, tenemos que...
Me quedé sin aliento, literalmente.
La hoja afilada de una navaja hizo presión sobre mí garganta, obligandome a tragar saliva. Unos dedos morcilleros presionaron mis labios; mi corazón se ahogó en mi pecho.
Unos labios acariciaron mi oreja acompañados de unos ásperos pelos de barba, lo que causó que mi cuerpo se hiciera más y más pequeño hasta el punto de engañarme y hacerme creer que se había volatilizado por puro miedo, dejado mi espíritu en libertad y al descubierto.
-Ni se te ocurra gritar, princesa - dijeron los labios de Blackjack.
- Alex... ¡Aléjate de ella, capu...!
Un hombre se tiró a la espalda de Dylan, el cual se retorcía con dureza entre los brazos de aquel hombre, repitiendo mi nombre como si se tratase de alguna especie de palabra divina que lo ayudara a seguir adelante mientras yo decidí hacer lo mismo que él: repetir su nombre con vehemencia.
Su nombre fué lo último que él escuchó antes de caer inconsciente al suelo a causa de de un golpe seco en la parte posterior de su nuca.
Lo último que yo escuché antes de caer inconsciente fué algo muy diferente:
-Discúlpate, mi princesa - me dijo, las lagrimas caían por mis mejillas descontroladas -. Ambos sabíamos que esto era inevitable.
...
Y ahora, la pregunta: «¿Qué puñetas es lo inevitable, Johnson?»
Lo inevitable, mi querido Watson, es ser atrapado por la peligrosa mafia que te persigue por haber robado la mochila negra con su millón de dólares después de haber destrozado uno de sus deportivos.
Lo inevitable es ser recibido con torturas, palabras feas y hombres mayores con manos largas y sed de sangre.
Lo inevitable es que el karma te devuelva injustamente algo que has hecho mal.
Y lo hermoso de lo inevitable es que, aunque lo intentes con todas tus fuerzas, desgastes todo tu aliento y te deshagas de tu interés por lo que más quieres, no podrás evitar que suceda; el universo seguirá luchando para que ocurra.
Y cuando ocurre, tienes que saber como actuar.
...
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Con más de un millón de dólares en los bolsillos - FDA18
ActionYo, Alexandra Johnson, antes era una chica normal que vivía una vida relativamente normal en un barrio tranquilo situado literalmente en el culo del mundo. Pero, ¿quién iba a decirme a mí que Dylan Gibbs, el chico más deliciosamente loco del mundo y...