Prólogo

24.7K 770 84
                                    

—Quieres dejar de remover la comida de una vez y terminarte la cena, Kristine —le dijo mi madre a mi hermana con su tono serio habitual.

Kristine se apartó un mechón de su liso flequillo castaño de la cara y le dio un mordisco de tiburón a la hamburguesa vegetariana que tenía entre las manos.

Mientras, justo al otro lado de aquella monumental mesa de madera que solía ser el centro de reunion de las chicas Johnson, yo le escribía un mensaje de texto a Nadia, mi mejor amiga. Decía algo así como: «¡Genial,cena familiar! Pd: Si de verdad me aprecias ven cagando leches y sácame de este infierno!»

Y es que ella y Kyle, mi otro mejor amigo, eran los únicos que comprendían la odisea que resultaba de la suma de permanecer en una mesa con mi correcta madre, mi superficial hermana gemela y mi maravilloso pero ligeramente antipático carácter.

No estaba precisamente en el paraíso; más bien me sentía fuera de lugar.

Aunque intenté esconder el único arma que me facilitaba el pedir ayuda para evitar morir entre hamburguesas y familiares silencios incómodos, mi correcta madre descubrió lo que ocultaba sobre mis rodillas.

—¿Qué haces con el móvil en la mesa? —me preguntó, justo antes de arrebatármelo de entre mis manos.

—¡Joder! —exclamé—. Estaba usándolo, ¿sabes?

—Nada de palabrotas en la mesa, Alexandra —me riñó— . Ni de móviles. Por una noche que estamos las tres juntas...

—Esto podría ser diferente, ¿sabes? —me quejé, dejando caer mis brazos sobre la mesa— ¿Es que no ves que ni yo ni Kitty Kris estamos disfrutando con esto?

Mi hermana levantó la vista hacia mi posición, sintiedose aludida. Frunció el ceño y estrujó su hamburguesa, consiguiendo que una indignada rodaja de tomate se deslizara ávida de su interior, salpicando la mesa de salsa.

—¡Deja de ponerme esos estúpidos sobrenombres! —exclamó enfadada cuando sabía perfectamente que no era ni la primera ni la última vez que la llamaba así.

—¿Cómo cuales, pequeña Peggy? —pregunté, arrugando la nariz como un cerdito mientras le sacaba la lengua. Los agujeros de su nariz se hincharon rabiosos y yo le puse los ojos en blanco—. Idiota.

—Perdona, ¿acabas de llamarme idiota? —protestó—. ¡Discúlpate ahora mismo!

—No creo que lo haga.

—Eres una borde.

—Gracias, yo también te quiero, Kris —le contesté sarcástica, esbozando una sonrisa.

Hizo rodar sus ojos color esmeralda hacia otro lado y se atusó su liso y perfecto pelo. ¿Se suponía que era mi hermana? Aunque mi madre se pasaba las horas repitiéndolo, yo nunca estuve muy segura de ello.

—Discúlpate con tu hermana —me exigió mi madre.

—¿Pero por qué? —pregunté frustrada, levantando mis cejas. Odiaba pedirle disculpas a la creída de Kristine, pero por alguna razón estaba haciéndolo las veinticuatro horas del día.

Mierda, necesitaba aprender a cerrar mi enorme bocaza.

—Me has llamado idiota —se quejó—, ¿no te parece eso razón suficiente para tener que pedirme disculpas?

«Vale, puede que me haya pasado. ¡Esa vena va a explotar!— reflexioné con meticulosidad. Enmarqué su rostro arrugando mis ojos y observé cómo la vena de su frente engordaba por momentos; sus labios se fruncieron tanto que, sin previo aviso, desaparecieron de su rostro. También debía contar el hecho de que, esa noche, ella estaba sensible-—. Dios, seguro que esta en esos días del mes»

Así que dejé caer de mala manera mi hamburguesa con doble de queso fundido sobre el plato y me giré hacia mi hermana para comenzar mi más sincero discurso del perdón:

—Lo siento, hermanita —comencé—. Nunca quise ofenderte, simplemente quería ser sincera contigo porque, como ya sabes, te aprecio un huevo y parte del otro —carraspeé no porque tuviera la garganta seca, simplemente por el hecho de querer hacerlo—. Así que, por favor, no te ofendas cuando te llame Kitty Kris o Kristine "La tetas" Johnson, porque lo digo desde lo más profundo de mi corazón. —Volví a esbozar una de mis increíblemente sarcásticas sonrisas, las que tanto apreciaba mi dulce hermana gemela.

Resopló como un caballo y revoleó su hamburguesa mientras giraba la cabeza hacia mi madre.

—¿Es que no vas a decirle nada? —protestó—. Siempre metiéndose conmigo y tú dejando que lo haga. Siempre ha sido tu hija preferida, la protegida, ¿no es así?

—No hay hijos favoritos para una madre —respondió. Esa era la frase que utilizaba para todo.

—¿¡Entonces por qué no le riñes cuando me habla de esa manera tan... tan vulgar!? —gritó enfadada.

Intenté aguantar la risa, de verdad que lo intenté. Pero es imposible no reírse de los dilemas de Kristine.

—Eres patética —opiné con una mano sobre los labios, intentando acallar la risa.

—¡Y tu eres una borde de mierda! —me chilló.

—Touché.

Volvió a resoplar y se volvió para no mirarme. Dios, cómo me gustaba hacerle perder los nervios.

—Dejad de pelearos —nos detuvo mi madre—. Intentemos tener la noche en paz por una vez.

En ese momento me levanté de la mesa y recogí mi plato lleno de migas. Mi madre se sorprendió, no se por qué, siempre me levanto de la mesa sin avisar, y me miró seriamente.

—Vuelve a sentarte, jovencita.

—Estoy cansada, mamá —dije procurando no parecer demasiado borde, algo que me resultaba imposible en... bueno, prácticamente siempre—. Ya he tenido suficientes emociones fuertes por esta noche.

Así que hice caso omiso a sus quejas y subí las escaleras para enseguida colarme en mi habitación y tumbarme en la cama de un salto para gritar mientras colocaba un cojín sobre mi cabeza que amortiguara mi voz.

—¡DIOOS LLEVAME YAAA!

Me giré y miré la hora: las once y media. Ya empezaba a bostezar y los parpados amenazaban con cerrarse, así que decidí cambiar mi ropa de diario por el mullido pijama que aguardaba en mi armario.

Me metí en el baño, me lavé los dientes y volví a mi habitación lista para meterme bajo las sábanas y desaparecer para mañana poder levantarme descansada y suficientemente simpática antes de volver al maldito instituto.

Pero cuando abrí la puerta la oscura figura de un chico alto, de pelo rubio y ojos azules con una mochila negra bien agarrada sobre el hombro, estaba entrando por la ventana de mi cuarto como un fugitivo.

«El fugitivo con el mejor culo de toda América».

—No grites —fueron sus primeras palabras.

No pensaba gritar, lo único que me salió fue:

—¿Qué coño...?

Esas fueron las primeras palabras que intercambié con Dylan Gibbs, el huracán que se propuso poner toda mi vida patas arriba.

Y así comienza mi historia o, al menos, el momento por el que decidí que empezaría...

Con más de un millón de dólares en los bolsillos - FDA18Donde viven las historias. Descúbrelo ahora