Cerré la puerta a mi espalda, dejando a Dylan frente a un derrotado Dante.
Mis pies se movían torpes, recordando el hecho de que a) había dejado a Dylan solo y b) Dylan era algo impredecible y desquiciado, y solía amar cometer locuras.
Mis manos se aferraban a los trozos dispares de tela en los que Dante había convertido mi vestido mientras corría, saltaba y maldecía por haber dejado al loco de mi compañero de batallas en aquella habitación, pero entonces llegué donde tenía que llegar, y el reloj de cuco de la pared y yo comenzamos una carrera contrareloj.
Me saqué el vestido tan rápido que ni el tiempo alcanzó a verme. Sus pisadas, Tictac, Tictac; El sonido del reloj de cuco y de la fricción del cajón con el mueble que lo sostiene; «Soy más rápido que tú, Alexandra. Tu sombra me va pisando los talones.»
En menos de unos segundos un precioso vestido de seda verde se abrazaba a mi cuerpo con la autoridad de una suave prenda de ropa, con el borde de su falda casi suplicando acariciar mis rodillas.
Me quedé quieta, varada con la mente en blanco en mitad de una habitación sin cortinas en las ventanas y sábanas en el suelo: «¿Y ahora qué?», me pregunté, tan nerviosa que empecé a morderme las uñas. Entonces del reloj de cuco salió un pajarito y me chilló en el oído, sobresaltando mi respiración:
-¡Corre, Alexandra! ¡Corre, Alexandra! ¡Corre, Alexandra! ¡Co-
-¡CÁLLATE, JODER! -Le dí un golpe con la mano y la paleta de madera que lo sujetaba se rompió en dos.
El pajarito cerró el pico y cayó al suelo justo frente a mis pies. «¿Qué más necesitas, Alex. Piensa, piensa, piensa». Comencé de nuevo a caminar, esta vez fuera de la habitación de invitados (segunda puerta a la derecha), y la bestia con complejo de cuco crujió y se rompió en cachitos al ser aplastada por mi pie derecho.
Me detuve en el pasillo. Escuchaba gritos dentro de una de las habitaciones contiguas y susurros en otra que quedaba en la penumbra de mi cabeza: «Dinero, Idiota. Necesitas dinero».
Toqué los bolsillos de mi vestido y me di cuenta... de que no tenía bolsillos. Ni el millón de dólares. Todo se había ido truncando de manera exponencial, ¿Tendría Dylan todo nuestro millón de dólares en los bolsillos de sus pantalones?
Claro que no, todo ese dinero no cabe ahí.
Los golpes que se producían en una de las habitaciones contiguas me sacaron de mi ensoñación y me adentré en el salón. Busqué por los armarios, debajo de las sillas, las estanterías, incluso bajo el polvo, pero no fue hasta después de desencajar todos los cojines del sofá que miré hacia arriba, sobre uno de los armarios, y descubrí una mochila burdeos sospechosamente abultada.
«Ahí sí que cabría todo ese dinero»
Sus pisadas, Tictac, Tictac; El sonido de un lejano reloj de cuco y de la fricción de una silla que se deja arrastrar por el suelo y choca contra un armario de madera; «Soy más rápido que tú, Alexandra. Tu sombra me va pisando los talones.»
Me subí a la silla y mi corazón golpeó nervioso contra mi garganta. Sus latidos se atragantaban con la adrenalina y yo empezaba a sudar. Respiré hondo.
Estiré los brazos hacia arriba con coraje, pero el armario era muy alto y mis piernas eran muy cortas. Susurré una palabra algo soez y me rechinaron los dientes: «Maldita Selección Natural», la culpé; mi altura no era culpa mía, sino de la evolución y mis genes.
Volví a intentar alcanzar la bolsa, esta vez alzada en mis inestables pies en puntillas. La silla tembló bajo ellos y yo salté para alcanzar la asa de la mochila que descansaba en lo alto del mueble ajena a mis problemas. Conseguí agarrarla y la gravedad tiró de mí, yo tiré del asa de la bolsa y mi tobillo se colocó en un extremo de la silla, y esta se tumbó sobre el suelo.
ESTÁS LEYENDO
Con más de un millón de dólares en los bolsillos - FDA18
AcciónYo, Alexandra Johnson, antes era una chica normal que vivía una vida relativamente normal en un barrio tranquilo situado literalmente en el culo del mundo. Pero, ¿quién iba a decirme a mí que Dylan Gibbs, el chico más deliciosamente loco del mundo y...