Capítulo 56: Reflejos

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Frente al espejo del baño, temblorosa, me detuve a mirar mi joven reflejo; Este me devolvió la mirada, tan tímido que consiguió hacerme sonrojar.

Ella también se sonrojó. Tras eso no pudo evitar esbozar una traviesa sonrisa de boca cerrada, sonrisa que imité con naturalidad. Parecía nerviosa, y feliz. Tan feliz que no pude contenerme de apartar aquel solitario mechón de pelo que ocultaba su rostro, posicionarlo delicadamente tras su oreja y, sin miedo a intimidarla, observarla con admiración.

Nunca la había visto tan resplandeciente.

Pero yo sabía, tan bien como ella, que aquello iría más allá que una guerra de miradas: Aquella chica, la del espejo, era tan traviesa como la Alexandra Johnson de carne y hueso.

Su tímida mirada se iluminó, haciendo que la mía resplandeciera de impaciencia. Y le sonreí, con la misma picara sonrisa que ella me esbozada.

Parecía tan... hermosa.

Decidida la vi deslizar los dedos por sus espalda inclinándose levemente hacia el espejo, directa a la cremallera de su vestido azul celeste. Su vestido... celeste. Su hermoso vestido del color de las aguas en calma del mar Caribe, de los claros ojos de Dylan Gibbs...

Celeste como el color de su ropa interior, la cual asomaba con delicadeza desde el escote de aquel vestido.

El escote de su...

«Dios, ¿qué demonios estás haciendo, Alex? ¡No puedes mirarla así!». Aparté la mirada del espejo, con las mejillas en llamas. Ella hizo lo mismo, avergonzada.

Habíamos sobrepasado los límites.

Pero era tan hermosa... ¡No mirarla me estaba matando!; Tiró con impaciencia de la cremallera de su vestido, dejándolo caer sobre mis pies descalzos. Su tela me hizo cosquillas, tantas cosquillas, ¡tantas! Que olvidé no mirarla y sin quererlo la encaré.

Y ella me encaró.

No pareció molestarle, al igual que a mi tampoco me importó que sus ojos recorrieran curiosos la palidez de mi piel, desde la parte superior de mi ombligo hasta mis pechos, cubiertos por aquella fina tela azul celeste.

Mordí mi labio inferior, intentando contener mis ganas de seguir quitándome y quitándole la ropa; «Maldita sea, ¡controlate!», me dije, abrumada.

Rápidamente agarré la bata de enfermera, aquella que había dejado sobre el lavabo, la misma que Dylan Gibbs había conseguido hacia ya más de diez minutos.

Me la coloqué sin pensarlo, y poco a poco fui abrochando sus botones. Mis manos de deslizaron con prudencia por aquella basta tela blanca, rozando sin querer mi piel y la suya, la de mi reflejo, tan suave que me hacía suspirar.

Suspiro que a ella le contagiaba sin intención.

De repente algo captó nuestra atención. Allí, desordenado sobre mis hombros, eternamente suelto, mi castaño cabello irrumpía la serenidad de mi nueva identidad.

Con tristeza lo agarré, y con pesar conseguí encerrar todos aquellos rizitos salvajes en un moño bajo.

Despues de eso ya no quise volver a mirarme. No pude. La chica del espejo, ese reflejo joven y travieso, se había ido, junto con todos aquellos rizitos marrón chocolate.

Esa no era la Alexandra Johnson que yo quería ser, y amar. Así que me negué a mirar aquel nuevo reflejo.

Pateé lejos el vestido que atesoraba mis pies y me alejé hacia la puerta, dispuesta a salir de allí.

Abrí la puerta y de frente me encontré con mi hermana, vestida con un precioso vestido marinero. Su reflejo se mostraba impaciente, con ese refrescante aire de quien busca aventuras. Era hermoso.

Con más de un millón de dólares en los bolsillos - FDA18Donde viven las historias. Descúbrelo ahora