El día que llegamos a ese escondido pueblo del sur de Suiza me sentí aún más pequeñita de lo que acostumbraba a sentirme cuando me comparaba con mi compañero de viaje.
Ese pueblo tenía una belleza innata, oculto al pié de dos altas montañas y con gigantescos árboles, los culpables de mi repentino complejo de altura. Los valles eran tan verdes que mis ojos no se sentían en sintonía con su color natural, pero los ojos de Dylan no tenían por qué sentir envidia de la pureza del agua de los ríos. Las casas se fundían con la naturaleza, sus habitantes eran seres ermitaños y madrugadores que no prestaban atención a lo que ocurría a su alrededor y nosotros...
... nosotros no podíamos sentirnos más libres.
-¡¡OH, SWEET CHILD O'MIIIIND!! -cantamos Dylan y yo al unísono mientras avanzábamos por una carretera semi abandonada en mitad de ningún sitio.
Tuvimos suerte: al parecer los agentes de la CÍA tenían exquisito gusto en música. Desde la salida desde Berna no habíamos parado de cantar junto a Aerosmith, The Beatles, Bon Jovi y por último Guns N' Roses.
Al principio nos desviamos un poco del camino, ya que yo quería ir a Francia mientras Dylan prefería Italia y estábamos completamente indecisos (Lo que realmente quiere decir es que nos peleamos a muerte, haciendo uso de innumerables insultos -algunos de los cuales dudaba de sus existencias-, hasta que llegamos a la conclusión de que no debíamos decidir nosotros, sino lo que nos había llevado hasta allí: El dinero.)
-Que salga cruz, que salga cruz, que salga...
-¡Cara! -exclamó Dylan y me sonrió satisfecho-. A mamarla Johnson, el dinero manda, piccola.
Y ahora allí estábamos, listos para sumergirnos en la parte norte de Italia gracias a la maldita moneda.
Pero antes...
-¡¡OOOH SWEET CHILD O....!!
-¡Cuidado Gibbs! -grité y dejó de cantar.
Escuché un golpe seco que me sacó de mi ensimismamiento. Algo había chocado contra el coche, un animal. Salí corriendo y me arrodillé junto al capó, olvidando por completo a un todavía confuso Dylan.
-¿Qué mierda...? -preguntó a mi lado, ya cuando hubo vuelto a la tierra-. ¿Eso es un perro?
Lo miré furiosa, con los ojos en blanco.
-Obviamente, no es un dinosaurio -respondí sarcástica y examiné al pobre animal, con cuidado de no hacerle más daño del que ya le habíamos hecho-. Mira, esto no tiene buena pinta...
No era César Millán, ni siquiera sabía mucho sobre perros, pero estaba claro que este tenía la pata rota, un rebaño de ovejas al que guiar no muy lejos de allí y un dueño que debía decidir sobre su destino.
Decidí que la mejor opción sería ayudarlo, al menos respecto a lo primero.
-¿Qué vamos... Qué haces? -preguntó nervioso Dylan mientras yo, la ignorante veterinaria al rescate, me introducía con agilidad en el coche con el perro a cuestas.
-Has atropellado a Lassie, Gibbs. Atente a las consecuencias -espeté cuando el estuvo ya dentro, conmigo-. Y más te vale conducir rápido.
El pobre animal estuvo aullando de dolor todo el camino. Lo único que se me ocurrió fue acariciar su peluda cabeza mientras le decía que se calmase, que todo iba a ir bien, que al final de la película volvería a Yorkshire, y se reencontraría con la familia Carraclough allí en una escena épica, llena de amor perruno y todo eso... pero Lassie quería llorar.
Al fin, después de haber sido indicados unas cuantas veces, llegamos al veterinario de Verdenapolis, el pueblo con más maleza de toda Europa que, obviamente, no se llamaba así.
ESTÁS LEYENDO
Con más de un millón de dólares en los bolsillos - FDA18
ActionYo, Alexandra Johnson, antes era una chica normal que vivía una vida relativamente normal en un barrio tranquilo situado literalmente en el culo del mundo. Pero, ¿quién iba a decirme a mí que Dylan Gibbs, el chico más deliciosamente loco del mundo y...