Capítulo 47: La metamorfosis (I)

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En menos de un día la ciudad de la luz se vistió de azabache, se puso su traje de luciérnagas y giró y giró sobre sus tobillos durante toda la espectral noche hasta convertirse en mañana, luciendo un traje rosado con broches naranjas que la hizo sentir soñolienta tras aquella larga metamorfosis.

De esa metamorfosis surgió, tras dejar atrás la dulce luz de luna licántropa, las deslumbrantes alas de un sol que se despertaba y me despertaba, a sus vez, con su lumínico canto.

Pero a esa mañana, a diferencia de las otras, se le sumaba también la desastrosa pero lineal sinfonía de una sirena.

Yo ya llevaba tiempo despierta cuando el sol se dignó a quebrarme las retinas. Sufría de insomnio, pero eso no era culpa de mi pasado ni mucho menos, sino de mis simples ansias por seguir lúcida ante la llegada de una nueva aventura. Y esas sirenas de policía me ponían los pelos de punta.

Tanto que me decidí a despertar al oso rubio que invernaba a mi lado.

Levanté la cabeza de la almohada y me incliné hacia la cara de Dylan Gibbs, quien dormía con la boca abierta e insinuaba ronquidos.

—Dylan —lo llamé y, como no me escuchó, zarandeé débilmente su camiseta—. Eh, Dylan.

Volví a zarandearlo. Nada.

—Dylan, despierta —inquirí.

—Mmmgg... —respondió.

—¡Dylan!

Enfurecida, pellizqué su nariz con mis dedos y le tapé con mi mano la boca, dejándolo sin oxígeno.

Conté; «cinco, cuatro, tres, dos...», y la cara de Dylan Gibbs enrojeció de golpe, abriendo los ojos histérico.

Me escupió en la mano por inercia y yo lo liberé.

—¡A-Alexan...!

—¡Eres un guarro! —chillé al unísono mientras limpiaba mi mano contra la almohada.

Entonces llamaron a la puerta.

—¡Abrid, sólo queremos hacerles unas preguntas!

Como si el destino así lo hubiera planeado, Dylan y yo nos miramos boquiabiertos. Una mirada de complicidad que alertaba problemas.

—La policía —susurré y me entraron ganas de gritar.

—Tranquila —musitó, cogiendo mi mano antes de que entrara en pánico. Él llevaba mejor que yo las situaciones de alerta, e intentaba que me mantuviera con los pies en la tierra.

Comencé a hiperventilar, mirando los fondos azul celeste de los iris de Dylan Gibbs, buscando una salida entre sus serenas aguas.

«Tranquila, Alexandra. Nada es seguro aun. Puede que crean que no estamos aquí», pensé.

—¡Sabemos que están ahí! ¡Abrid o nos veremos obligados a tirar la puerta abajo!

«Mierda».

—¿Qué vamos a hacer ahora, Dylan? —le pregunté angustiada, atrapada en mis susurros—. Yo no quiero ir a la cárcel.

—No, no, no, no. No iremos a la cárcel, no —negó Dylan Gibbs, estrechándome contra su pecho—. Buscaremos una salida, tranquila.

Se levantó de la cama y, de repente, empecé a considerar la idea de que Dylan tenía verdadero miedo.

Y si Dylan Gibbs también perdía los nervios, estábamos jodidos.

«Tranquila, Johnson, ten paciencia. Puede que se hayan confundido de personas».

Con más de un millón de dólares en los bolsillos - FDA18Donde viven las historias. Descúbrelo ahora