XIX

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—Exactamente. ¡Ah! Es un tipo extraño, que no tiene nada de hablador y
es más bien malhumorado.
Cinco minutos después, el barón se acercaba al célebre Ganimard, se
presentaba a él y trataba de entablar conversación con el mismo. Pero
no lo lograba. Entonces abordó con franqueza el asunto, y le expuso su
caso.
El otro escuchó inmóvil, sin perder de vista los peces a los que
acechaba; después volvió la cabeza hacia el barón, le miró de pies a
cabeza y con un aire de profunda lástima dijo:
—Señor, no es en modo alguno costumbre de prevenir a las personas de
que se las va a despojar de lo suyo. Arsenio Lupin, en particular, no
comete semejantes errores.
—Sin embargo…
—Señor, si yo tuviera la menor duda, créame que el placer de meterme
aún más a fondo en las andanzas de mi querido Arsenio Lupin lo
sobrepondría a toda otra consideración. Por desgracia, ese joven se
encuentra detrás de las rejas.
—¿Y si se escapara?
—No se escapa nadie de la Santé.
—Pero él…
—Él no más que los otros…
—No obstante…
—Pues bien: si él escapa, tanto mejor; yo volveré a echarle la mano.
Mientras tanto, duerma usted tranquilo y no asuste usted más a esta
breca.
La conversación se había acabado. El barón regresó a su casa un tanto
tranquilizado por la despreocupación manifestada por Ganimard.
Comprobó las cerraduras, espió a los criados y transcurrieron cuarenta
y ocho horas, durante las cuales llegó casi a persuadirse de que, en
resumen, sus temores eran quiméricos. No, decididamente, cual lo había
dicho Ganimard, no se previene a las personas a quienes se va a
despojar de lo suyo.
La fecha se aproximaba. La mañana del martes, víspera del 27, nada de
particular ocurrió. Pero a las tres de la tarde un chico llamó a la puerta.
Era portador de un despacho:

Arsenio Lupin, caballero ladrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora