XX

134 2 0
                                    

No hay ningún paquete en la estación de Batignolles. Prepare todo para
mañana por la noche.
ARSENIO.
De nuevo volvió a ser aquello la locura, a tal extremo que el barón se
preguntó si no sería mejor ceder a las exigencias de Arsenio Lupin.
Corrió a Caudebec. Ganimard estaba pescando en el mismo lugar,
sentado en una silla plegadiza. Sin decir una palabra, le tendió el
telegrama.
—¿Y qué? —preguntó el inspector.
—¿Y qué? Pero si es mañana…
—¿El qué?
—¡El robo! ¡El pillaje de mis colecciones!
Ganimard dejó a un lado su caña, se volvió hacia él y con los brazos
cruzados sobre el pecho exclamó con tono de impaciencia:
—¡Ah, caray! ¿Acaso usted se imagina que me voy a ocupar de un
asunto tan estúpido?
—¿Qué precio pone usted a pasar en el castillo la noche del veintisiete al
veintiocho de septiembre?
—Ni un solo céntimo, y déjeme usted en paz.
—Fije usted el precio; yo soy rico, en extremo rico.
La brusquedad de la oferta desconcertó a Ganimard, que dijo, ya con
más calma:
—Me encuentro aquí de vacaciones y no tengo el derecho a mezclarme…
—Nadie lo sabrá. Me comprometo, ocurra lo que ocurra, a guardar
silencio.
—¡Oh! No ocurrirá nada.
—Veamos, entonces. Tres mil francos, ¿será bastante?
El inspector sorbió un poco de rapé, reflexionó y dejó caer estas
palabras:

Arsenio Lupin, caballero ladrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora