XIII

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—Sí, ése es un truco más de usted, una falsa pista sobre la cual usted los
lanzó a ellos allá. ¡Ah! Es usted muy valeroso, buen mozo. Pero esta vez
la suerte se le ha vuelto de espaldas. Vamos a ver, tú, Lupin, muestra
que eres un buen jugador.
Dudé un instante. De un golpe seco me golpeó en el antebrazo derecho.
Lancé un grito de dolor. Había golpeado sobre la herida aún mal
cerrada de que hablaba el telegrama.
Veamos. Era preciso resignarse. Me volví hacia la señorita Nelly. Ésta
escuchaba lívida, vacilante.
Su mirada se tropezó con la mía, luego la bajó hacia la máquina de
retratar que yo le había entregado. Hizo un ademán brusco y tuve la
impresión, tuve la certidumbre, de que ella comprendió todo
súbitamente. Sí, allí estaban, entre las paredes estrechas de cuero
granulado negro, en las dobleces de aquel pequeño objeto que yo había
tenido la precaución de depositar en sus manos antes que Ganimard me
detuviera…; sí, era allí exactamente donde se encontraban los veinte mil
francos de Rozaine y las perlas y los diamantes de lady Jerland.
¡Ah! Lo juro. En ese momento solemne, cuando Ganimard y dos de sus
ayudantes me rodearon, todo me fue indiferente, tanto la detención
como la hostilidad de las gentes…, todo excepto esto: la resolución que
adoptaría la señorita Nelly respecto a lo que yo le había confiado.
Que hubiese contra mí esa prueba material y decisiva, yo ni pensaba
siquiera en temerlo…; pero esa prueba, ¿se decidiría la señorita Nelly a
proporcionarla?
¿Sería yo traicionado por ella, perdido por ella? ¿Procedería ella como
un enemigo que no me perdonase, o bien como una mujer que me
recuerda y cuyo desprecio se atenúa con un poco de indulgencia, con un
poco de simpatía involuntaria?
Ella pasó ante mí, yo la saludé muy bajo, sin una palabra. Mezclada a
los demás pasajeros, se dirigió hacia la pasarela con mi máquina
fotográfica en la mano.
«Sin duda —pensaba yo—, ella no se atreve a hacerlo en público. Será
dentro de una hora, dentro de un instante que ella la entregará».
Pero, al llegar al medio de la pasarela, con un movimiento torpe y mal
disimulado, dejó caer la máquina al agua entre el muro del muelle y el
costado del navío.
Luego la vi alejarse.
Su bella silueta se perdió entre la multitud, volvió a aparecer y de nuevo
desapareció. Todo había terminado…, terminado para siempre. Por un

Arsenio Lupin, caballero ladrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora