XXII

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—¿Usted, sin duda, me ha dicho, señor barón, que este pozo era la única
entrada a los subterráneos, y que hasta donde alcanza el recuerdo de
los hombres ha estado, tapada?
—Sí.
—Entonces, a menos que exista otra salida desconocida para todos,
excepto para Arsenio Lupin, lo que parece un tanto problemático,
podemos estar tranquilos.
Alineó tres sillas, se tendió cómodamente sobre ellas, encendió su pipa y
suspiró.
—Verdaderamente, señor barón, es preciso que yo sienta unos
vehementes deseos de añadir un piso a la casita donde deberé acabar
mis días para haber aceptado una tarea tan elemental como ésta. Yo le
contaré esta historia al amigo de Lupin y reventará de risa.
Pero el barón no reía. Con el oído al acecho interrogaba al silencio de la
noche con una creciente inquietud. De cuando en cuando se inclinaba
sobre el pozo y lanzaba sobre el agujero una mirada ansiosa.
Sonaron las once de la noche, la medianoche y la una.
De pronto agarró del brazo a Ganimard, que se despertó sobresaltado.
—¿No oye usted?
—Sí.
—¿Qué es eso?
—Soy yo, que ronco.
—No, no es eso. Escuche…
—¡Ah! Perfectamente. Es la bocina de un automóvil.
—¿Y entonces?
—Pues, entonces…, que es poco probable que Lupin se sirva de un
automóvil como de un ariete para derribar su castillo. Y, en verdad, yo,
en lugar de usted, me dormiría…, tal como yo voy a tener el honor de
hacer de nuevo. Buenas noches.
* * *

Arsenio Lupin, caballero ladrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora