Capítulo 30

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Mikasa la mujer más valiente del mundo 


El hombre que parecía haber vuelto de la muerte tenía los ojos hinchados, la esclerótica estaba roja como si cada uno de los vasos sanguíneos del ojo se hubiesen reventado en su interior. Su apariencia estaba más cerca a la de un cadáver que a la de un hombre vivo. La piel pálida y los labios aún morados. Sin embargo, a pesar de su siniestra apariencia los ojos de aquel hombre reflejaban un profundo dolor, un miedo que se palpaba y se materializaba en la humedad que parecían ser lágrimas acumuladas que no terminaban de caer nunca.

—Debo llevarlos de vuelta —susurró con esa voz gutural que parecía extraerla del pecho.

—No, no puedes hacerlo —lo advirtió Mikasa tratando de sonar amenazadora mientras le apuntaba con el arma.

Haru y Abigaíl estaban estáticos, el hombre los tenía dominado con los brazos que sujetaban el cuello de ambos niños, estrujándolos, impidiéndoles respirar con libertad. Un hombre de su tamaño y con sus músculos podría estrangular a ambos niños si aplicaba toda su fuerza y Mikasa lo sabía.

—¿Y qué harás? —preguntó el hombre.

Mikasa notó suplica más que amenaza en el tono de su gutural voz.

¿Qué diablos estaba pasando?

—Yo te maté... —vocifero Mikasa tratando de hallar una respuesta lógica a lo que estaba sucediendo—. No tiene sentido... cómo es qué sigues aquí.

—Debiste asegurar de que estuviese muerto en realidad —respondió con parsimonia como si no fuese nada inusual su rostro acongojado, hinchado y carente de color.

Todos estaban inmóviles, pero con la respiración agitada y los ojos inquietos. Cada uno, Abigaíl, Haru, Mikasa, y el drogadicto, estaban a la espera.

Qué era lo que esperaban...

—Si no quieres que estos chicos mueran —prosiguió el hombre pálido. El sudor le recorría la frente y el cuello—. Tendrás que dispararme aquí y ahora —el hombre apretó con fuerza a los chicos, tanto que los hizo toser, y luego comenzó a dar certeros pasos hacia atrás sin dejar de mirar a Mikasa a la cara.

—Hermana... —susurró Haru, pero el hombre lo apretó tanto que le impidió respirar y lo calló abruptamente.

—Sí vuelves a hablar seré yo quien te mate —lo retó.

Mikasa puso el dedo en el gatillo dispuesta a disparar.

«¡No! —pensó—. Nunca has disparado un arma, si lo haces quién te asegura que la bala no golpeará a tu hermano o a su amiga».

El hombre continuó avanzando de espaldas con decisión de alejarse sin dejar de darle frente al arma y la posible amenaza que representaba Mikasa.

«¡Hazlo! —se ordenó la chica—. De todas formas, morirán si no lo haces».

—¡Hermana! —gritó Haru y trato de liberarse, pero el hombre que lo dominaba lo tumbó al suelo, azotándolo contra la hierba húmeda para levantarlo del cuello nuevamente.

—Te dije que yo mismo te mataría —lo amenazó.

Los dedos del hombre se contorsionaban alrededor del cuello de Haru que luchaba por respirar e impedir ser estrangulado. Pero los golpes que le daba al brazo de su captor sólo provocaban que aplicara más y más fuerza.

Pum...

El ruido del arma dispararse retumbó por todo el follaje del bosque haciendo que las aves que estaban anidando cerca salieran volando. Y por un breve momento, después de que el eco de la bala desvaneciera, el sonido del aleteo de los pájaros fue lo único que se escuchó.

Abigaíl cayó de rabo al suelo y ahogó un grito tapándose la boca con las manos. Haru por su parte cayó de rodillas y amortiguo el golpe con sus manos mientras el hombre drogadicto se sostenía el pecho donde ahora había un agujero hecho por la bala que lo había atravesado.

«¿Lo hice?» se preguntó Mikasa.

La camiseta del drogadicto se le tiño rápidamente de rojo y la sangre empezó a borbotearle del pecho dejando marcas en la hierba debajo de sus zapatos. El hombre permanecía en silencio muriendo lentamente... de nuevo. Pero sus ojos seguían mirando al frente, contemplando a la mujer más valiente del mundo descomponerse de a poco.

Mikasa dejo caer el arma al suelo, era incapaz de sostenerla mientras sus manos siguieran temblando. La chica tenía los ojos llenos de lágrimas mientras su mente colapsaba, cada parte de su interior se quebraba a pedazos, dejándola con una profunda angustia.

«Lo hice» pensó de nuevo.

Había matado a un hombre... por segunda vez.

¿Eso en que la convertía a ella?

DesolaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora