Capítulo 23

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La historia detrás de un crimen


El falso policía cayó al suelo y el arma a unos centímetros de sus manos y sobre su pecho Mikasa con la cara roja, los ojos brotados y la mandíbula tensa. La chica le mostró los dientes como un animal rabioso, tenía la respiración acelerada y gotas de saliva salían disparadas de su boca.

El hombre trato de quitársela de encima con las manos, pero Mikasa sostenía alrededor de su cuello el lazo con el que pretendía controlarla. Tenía las rodillas separadas sobre su cadera y hacia fuerza con todo el peso de su cuerpo, mientras que le apretaba la tranquea con la cuerda.

—¡Ahhhh! —los gritos de la chica no cesaban.

Haru estaba estupefacto mirándolo todo de rodillas muy cerca de los cuerpos forcejeando uno encima del otro.

—Hermana... —susurro apenas audible, a penas consciente, ella parecía un animal, una desquiciada. Nunca la había visto así y le daba miedo.

Mikasa seguía luchando con el cuerpo del hombre que trataba de liberarse, a pesar de los puños que le propinaba en las costillas ella continuaba sujetando la cuerda con todas sus fuerzas. Las manos, el codo y los hombros empezaban a dolerle, los puños le hacían daño, pero no cedía ni un centímetro, seguía apretando con fuerza el lazo alrededor del cuello de aquel drogadicto que fingía ser un policía.

Iba a ahogarlo.

Quería matarlo.

El hombre trató de buscar el arma con los dedos, pero no conseguía agarrarla. Haru la pateo para que no pudiera alcanzarla.

Al sujeto parecía empezar a faltarle el aire y con la falta de oxígeno cada vez perdía más y más fuerza en los brazos y pies, impidiéndole seguir luchando por su vida.

En medio de la precipitada muerte que se asomaba entre las luces que se filtraban del amanecer, la vida parecía irse en un torbellino, los colores se mezclaban y el pasado se sobreponía ante su fatídico presente.

El impostor mientras moría asfixiado recordó aquella noche donde la ficción se juntó con la realidad, donde la luna se había vuelto escarlata, la última vez que había visto a sus amigos y el día donde su pesadilla había comenzado.

Eran altas horas de la noche, estaba sentando en la desgastada banca de madera comida por las termitas mientras terminaba de armar un porro de marihuana con sus dedos en plena cuarentena. La hierba siempre funcionaba para bajar la tensión que les producía el claustro de estar encerrados en casa. Era algo que solían hacer mientras todos dormían, para él y sus amigos el virus sólo era sólo un cuento de ficción.

—Encontré un lugar que deberíamos visitar —recordó decir a uno de ellos mientras terminaba de ajustar el cuero de la marihuana.

—¿Dónde?

—Son unas catacumbas —decía—. Estuve leyendo y parece que está ciudad es más vieja de lo que parece.

—No creo que sea una idea sensata —respondía él con severidad mientras llevaba el porro de marihuana a la boca.

—¿Tienes miedo?

—Podrían hacernos algo.

—¿Quién? —había dicho uno de ellos—. Somos nosotros los que causamos terror por aquí.

Los tres se echaron a reír y después emprendieron el camino hasta el lugar del que uno de ellos había hablado. Se contaban historias de terror, reían con lo absurdo de la vida, e incluso discutían sobre conspiraciones. Caminaron un largo rato por el bosque que cubría los límites de la ciudad. Avanzaban el largo trayecto en medio de la oscuridad mientras dejaban atrás un rastro de humo con olor a hierba quemada.

—¿Falta mucho?

—Ya estamos cerca.

—¿No les parece esto muy tenebroso?

Los tres se detenían en la entrada circular de lo que parecía un túnel finamente construido con cemento.

—¿Entramos?

De pronto, aquella entrada se parecía mucho a la puerta del infierno mismo, a pesar de estar oscura era como si destellara el fuego que había dentro, un fuego infernal que quemaría cada uno de sus pecados. No sabían muy bien si era efectos de la droga, la media noche, la sugestión de historias que se compartieron en el camino o de verdad había algo anormal en ello.

—Creo que es mejor volver, donde descubran que estamos afuera en plena cuarentena podríamos tener problemas.

—Tienes razón —asentían sus dos amigos, se dieron media vuelta y antes de que pudieran dar un paso más escuchaban un ruido y siseo salir del túnel.

—Ayuda... —gimoteaba una voz ronca y desgarrada.

Los tres se giraban lentamente para encarar a aquel sujeto que salía del túnel a paso lento, tenía el cuerpo larguirucho, sus manos eran tan largas que podía arrastrarlas por el suelo, se encontraba desnudo, con la espalda curvada, y todos los huesos se le marcaban, se le veían las costillas en el tórax, los pómulos puntiagudos, la clavícula le sobresalía, y los ojos parecían estar metidos entre dos cuencos hundidos.

—Ayuda... —gimoteaba una y otra vez con esa voz que parecía de otro mundo.

—¿Está bien señor? —preguntaba uno de sus amigos, el más valiente de los tres— ¿Lo llevamos a un hospital?

El hombre extraño había cambiado su expresión de forma repentina, les enseñaba los dientes amarillos, torcidos y disparejos. No dejaba de sonreír mientras la saliva se le escurría por la comisura de los labios.

Entonces, con sus largas piernas y manos se lanzaba de un salto sobre el muchacho, ambos caían al suelo al mismo tiempo que el extraño hombre le clavaba los dientes en el cuello desgarrándole le carne, la sangre salía disparada en todas las direcciones resplandeciendo escarlata con el brillo de la luna. 


DesolaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora