Capítulo 4

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El problema del contacto físico


Haru no dijo ni una sola palabra en todo el camino hasta que se detuvieron, entraron y se agacharon dentro de un pequeño quiosco abandonado calles atrás en una de sus esquinas, habían estado devolviéndose por donde Abigaíl había avanzado antes.

Estaban regresando a casa.

—¿Y tus guantes? —quiso saber la chica cuanto estuvieron descansado—. Tampoco llevas puesto un tapabocas.

—No tengo guantes —respondió el chico sin dejar de vigilar—. Y el tapabocas es solo para los que están enfermos —continuó—. ¿Tú estás enferma Abigaíl? —la miró con sus ojos rasgados y el ceño aún fruncido.

La niña no dijo nada.

Haru tenía su misma edad, pero él era bromista e inquieto, aunque ya no parecía el mismo, estaba siempre callado y enojado. Se habían conocido mucho antes de que el fin del mundo comenzara, eran vecinos, vivían en el mismo edifico y por suerte había sido uno de los sobrevivientes al virus que aquejaba la humanidad, al menos de momento; o bueno, eso creía ella. Le había crecido mucho el cabello desde entonces, también parecía que hace días que no se daba un baño.

—Gracias por ayudarme...

—Mamá dice que lo peor ya paso, pero siguen apareciendo abusadores en las calles. Ese tipo siempre está merodeando por aquí.

—¿Ya habías venido tan lejos?

—Sí —respondió—. Pero no a plena luz del día —la desafió con la mirada.

—¿Cómo me encontraste? —quiso saber ella.

—Te seguí porque quería asustarte —confesó el chico—. Pero parece que la ciudad empieza a tener vida de nuevo.

—Otro me asusto primero —Abigaíl bromeó en un tibio intento por bajarle presión a las cosas que estaban pasando. Ya se encontraba más tranquila. La compañía de Haru había sido como una medicina.

—¿Qué haces en la calle? Debemos quedarnos en casa —Haru no sonrió.

—Y si debemos quedarnos en casa porque no estás en la tuya —respondió Abigaíl enfadada.

—Quería salir a respirar un rato.

—Te escapaste.

—Igual que tú.

—Debo conseguir alimentos, llevamos días sin recibir ningún tipo de ayuda.

—Mi mamá dice que eso es porque el agua volverá a ser potable y recuperaremos la electricidad dentro de poco.

—¿Tú lo crees? —Abigaíl intuyó una inquietud en él.

—No lo creo, los adultos nos mienten todo el tiempo —dijo—. Vamos, parece que los perdimos —continuó—. Regresemos a casa.

—Haru debo volver —repuso ella—. Las cosas que necesito para mi abuela están allí dentro de esa tienda en mi mochila.

—Es peligroso regresar.

—Es el único lugar con alimento y agua en varias calles... tal vez incluso golosinas para nosotros.

—Unas golosinas no valen más que la seguridad —repuso—. No debemos volver allí. Parece que incluso de día es peligroso.

Haru tenía razón, y no sólo por los hombres acechadores, sino también, por aquello que se ocultaba en ese local. Sin embargo, no podía dejar morir a su abuela de hambre. Si convencía a su amigo de ayudarla tal vez lo conseguiría sin tener que arriesgarse tanto.

«Los fantasmas no hacen nada —se dijo así misma—, él no necesita saberlo».

—Mi abuela está enferma —susurró finalmente la chica—. Estoy convencida que en una de mis excursiones he recogido y llevado el virus a casa —la chica parecía afligida—. Mi abuela no ha dejado de toser en varios días, debo alimentarla y mantenerla hidratada es mi culpa que se haya enfermado.

Haru inmediatamente tomó cierta distancia de Abigaíl.

—¿Estás contagiada?

—No lo sé, yo no me siento mal —respondió.

Haru contempló sus desnudas manos y sus ojos rasgados de pronto se abrieron más de la cuenta.

—No hay que tocar a los enfermos —dijo—. En casa ya no hay jabón.

—No empieces con eso...

—Lo sabes, lo último que supimos antes de la desconexión fue la advertencia de no tocar a ninguna persona mientras contenían el virus —el chico empuñó las manos—. Es por esa razón que no pude abrazar a mi padre antes de que muriera. Es por eso misma razón que no pudimos si quiera despedirnos.

Hubo un minuto de silencio.

Las palabras de Haru impactaron en el corazón de la pequeña. Ella había crecido sin padres, no sabía que era perderlos, pero se lo imaginaba, pues la ausencia de ellos siempre estuvo presenten en su mente. Siempre pensó que había sido su culpa que la dejaran con su anciana abuela y nunca más regresaran.

—No vas a enfermarte Haru —repuso Abigaíl—. Pero si quieres estar más tranquilo, en mi mochila hay algo de jabón que había recogido.

Tal vez, y sólo tal vez, la única forma de tranquilizar a su amigo y salvar a su abuela era volver por la estúpida mochila, el agua, la comida, los dulces, todo estaba allí. 

DesolaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora