Capítulo 13

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Lo que esconde la Niebla


Haru fue el segundo en pasar por encima del cadáver que ahora tenía un hoyo negro donde alguna vez hubo un ojo y la sangre aún burbujeante se extendía por el suelo. Sin embargo, para el chico de ojos rasgados, este muerto era diferente a los que había visto antes...

Era más real.

Era más inquietante.

Haru tuvo que cerrar los ojos para poder cruzar la puerta de madera destruida, salpicada de sangre y sesos.

Si seguía mirando se iba a vomitar.

Lo siguió de cerca Abigaíl quien ni siquiera se fijó en el cadáver delante suyo y avanzó con rapidez. Por último, cruzó la madre de Haru que al observar al harapiento hombre que ella misma había ejecutado, un desasosiego se aferró en su interior y le entumió cada musculo, las piernas le temblaban y tuvo que concentrarse para seguir caminando. Era como si de repente el mundo se le hubiese caído a pedazos.

—Fue necesario —la animó Mikasa que la esperaba del otro lado y se percató del desaliento de su madre—. Y ahora debemos irnos mamá.

—Tienes razón —a la madre de Haru le costó sonreírle a su propia hija.

No había nada que no hiciera por sus hijos.

Mientras bajaban por las escaleras del edificio se apreciaba el sonido de los sobrevivientes al virus poner el pasador en las puertas, y arrastra objetos de gran tamaño para atrancar las entradas.

Las personas de repente estaban encerrándose dentro de sus viviendas mientras en otros apartamentos se podía escuchar el saqueó de algunos maleantes. El hombre harapiento seguramente había venido con ellos... Los cuatro tomaron la salida de emergencia y bajaron las escaleras a toda prisa.

Al cabo de unos minutos la familia había avanzado hasta la salida del edificio y ahora se encontraban afuera en medio de la niebla y el frío de la tenebrosa madrugada. Todos se miraban unos a otros a la expectativa, esperando guías de la madre que aún no se recuperaba de la fuerte conmoción que había sufrido.

Mikasa al ver a su madre tan desorientada, decidió guiarlos por las calles desoladas de una ciudad fantasma.

—Por aquí —dijo guiándolos al norte, ella conocía también el camino que los llevaría a la casa campestre de su familia, ese era el plan y debía llevarlo acabo hasta que su mamá asimilara los hechos.

Haru y Abigaíl tomaron de la mano a la desconcertada señora y la guiaron detrás de Mikasa que iba delante. Avanzaban entre coches aparcados y destruidos mientras contemplaban como la ciudad había cambiado de repente, botes de basura, ladrillos, ramas, y desechos se amontonaban como barricadas entre las calles. Algunas partes se iluminaban debido a las fogatas que habían hecho con los botes de basura.

Se escuchaban tiros y gritos a lo lejos, que les provocaba la piel de gallina.

—Rápido —continuó Mikasa angustiada—. Debemos salir de aquí pronto.

Continuaron así un rato mientras la niebla se volvía más espesa y las nubes más oscuras, se acercaba una tormenta, hasta que en una de las esquinas se toparon con un grupo de hombres que estaban armados con machetes custodiando la calle.

Mikasa detuvo la marcha y los demás se detuvieron detrás de ella.

—Hay gente allí —apuntó—. Habrá que tomar otra calle —se giró y como pudo en medio de la niebla avanzo hasta un angosto callejón oscuro y mugriento que cruzaba toda una cuadra.

La niebla se había vuelto tan espesa que no se distinguía casi nada, los cuatro empezaron a atravesar el callejón, pero Abigaíl tropezó, las manos de la madre de Haru dejaron de sostenerla y cayó al suelo.

—¿Estás bien pequeña? —preguntó Haru al ver que su madre ni se mosqueaba, seguramente de su mente no se alejaba el rostro del hombre al que ella misma había asesinado.

—Estoy bien —confirmó Abigaíl quien trato de levantarse del suelo, pero no pudo. Algo se había enredado con su pie.

Tiró con fuerza, pero no pudo separarse de ello. Se agachó de nuevo para quitarse lo que se interponía en su camino y entonces gritó. Gritó como la noche que murió su abuela, no, no es verdad, esta vez el grito fue más fuerte, era de completo espanto y horror.

—¡¿Abigaíl?! —gritaron Haru y Mikasa al unísono, mientras que la madre de los chicos despabilaba de repente.

—¡Abigaíl! —trató de agarrarla la señora en medio de la niebla que no la dejaba ver nada.

El grito de la pequeña se fue evaporando como un eco, pero los problemas no terminaban allí. Los hombres que custodiaban la esquina por la que no pudieron cruzar fueron alertados por el llanto de Abigaíl.

—¡Hay alguien por allí! —gritó uno.

—¡Vamos! —gritaron varios.

Y el sonido de personas corriendo empezaron a acercase al callejón.

DesolaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora