Capítulo 14

907 13 0
                                    


Dos días después, el sábado por la mañana, la señora iba al supermercado con Claudia vestida de sirvienta y caminando detrás de ella. Estaban por llegar cuando de pronto un perro de regular tamaño se soltó de su dueña, corrió hacia ambas mujeres y alzándose ciñó sus patas delanteras a una de las piernas de Claudia y comenzó a refregarse frenéticamente contra ella. La joven, shockeada por la sorpresa y la repulsión, se puso a gritar mientras trataba infructuosamente de librarse del perro. La dueña del animal se acercó presurosa y tiró fuertemente de la cadena.
-¡¡¡Peter, basta!!! ¡¡¡Basta, vení, vení!!! –vociferaba hasta que al fin pudo arrancarlo de la pierna de Claudia, que quedó inmóvil entre sollozos y jadeos. La desconocida pidió disculpas a Blanca y a la joven, con una expresión de vergüenza en su rostro:
-Ay, perdónenme por este mal momento, por favor. ¿Te sentís bien, querida? Es que está en celo y...
-No se preocupe. –le contestó la señora riéndose. -Fue divertido.
La otra puso cara de asombro ante la respuesta, se encogió de hombros y se alejó moviendo la cabeza mientras Claudia seguía temblando. La señora la tomó de un brazo y mientras la sacudía le dijo:
-Sos una perra y no tiene nada de raro que ese perro en celo te haya querido coger, así que basta de escándalo y caminá. ¿Oíste?
-Sí... sí, señora, sí... –contestó Claudia articulando dificultosamente las palabras en medio de los sollozos que se esforzaba por controlar.
En el supermercado, la señora hizo que la joven tomara un carro y fuera detrás de ella cargando todos los productos que le iba indicando. Después emprendieron el regreso con Claudia cargando toda la compra, que no era poca.
Una vez en la casa y cuando la joven hubo guardado cada producto en su lugar, la señora la convocó al comedor y sentada en el sofá le dijo con voz dura:
-La próxima vez que hagas un escándalo en la calle te agarro a cachetadas ahí mismo, delante de todo el mundo. ¿Entendiste?
-Sí, señora. -respondió Claudia de pie ante ella, con la cabeza gacha, las piernas juntas y las manos atrás.
-Así aparezca un elefante que quiera meterte la trompa en el culo vos te la aguantás. ¿Fui clara? –insistió la señora mordiendo cada palabra.
-Sí, señora. -volvió a decir Claudia atemorizada por el tono que empleaba su dueña.
-Voy a asegurarme de que lo hayas entendido, perra. –dijo la señora y se dirigió al dormitorio para regresar enseguida empuñando el rebenque.
-¡A la mesa! ¡Vamos! ¡Subite el vestido e inclinate ahí! ¡Vamos! –le gritó.
Claudia sabía de sobra que era inútil suplicar y entonces hizo lo que se le había ordenado. Se inclinó sobre la mesa con el culo al aire y espero el comienzo del castigo estremecida de miedo y ansiedad al mismo tiempo.
La señora se paró tras ella a la distancia adecuada, envolvió en una mirada caliente esas nalgas amplias, redondas y carnosas, alzó el brazo y descargó el primer azote.
Claudia gritó y prolongó la queja al recibir enseguida un segundo rebencazo. La señora siguió castigándola con pausas de distinta duración, con lo cual lograba que su perra no supiera cuándo iba a ser nuevamente golpeada.
El culo se iba tiñendo de un rojo cada vez más intenso y lucía de color escarlata cuando la señora le había dado cincuenta azotes y Claudia aullaba y pataleaba aferrada con ambas manos a los bordes de la mesa balbuceando ruegos inútiles.
La señora dejó de golpearla, se acercó a ella, palpó ambas nalgas y comprobó que quemaban. Entonces, no satisfecha con la paliza, decidió someterla a un nuevo suplicio. Había vuelto a recordar súbitamente los tiempos en que era la mucama en casa de la hembra que ahora era su sumisa y debía soportar a diario malos tratos y humillaciones de la madre. En ocasiones había sorprendido a Claudia luciendo una sonrisa burlona cuando esa señora altanera y despótica la humillaba.
Fue hasta el dormitorio y volvió con un pote de gel lubricante con el que embadurnó el mango del rebenque, de tres centímetros de diámetro y cuatro protuberancias en forma de anillo que cada cinco centímetros aumentaban un poco el grosor. Puso también algo de pasta en la entrada del pequeño orificio anal y apunto el extremo redondeado del mango hacia su objetivo. Lo apoyó y empezó a presionar hasta que el esfínter cedió y el mango fue introduciéndose centímetro a centímetro en el estrecho sendero. Al sentir la impiadosa penetración, Claudia tensó todo el cuerpo y sus piernas se estiraron abiertas y duras como estacas. La señora hundió hasta el fondo el mango y gritó riendo:
-¡¿De qué te quejás?! ¡Esto es mucho más chico que la trompa de un elefante! ¡jajajajajaja! -mientras Claudia lanzaba un aullido de dolor.
Entonces comenzó a mover el mango del rebenque con la violencia que la furia surgida de sus recuerdos le dictaba, en tanto los berridos desesperados de su víctima le halagaban los oídos.
Siguió martirizándola hasta que de la boca de Claudia brotaron rugidos casi animales como producto del intenso y prolongado sufrimiento y la señora advirtió que dos hilos de sangre surgían del ano desgarrado deslizándose por ambos muslos. Extrajo entonces el mango con un movimiento brusco, sin miramiento alguno, y en tanto su perra caía al suelo fue hasta el baño y volvió con un frasco de alcohol y un puñado de gasas. Arrastró a Claudia por el piso hasta la despensa disfrutando de sus quejidos, la puso boca abajo y se aplicó a pasarle gasa embebida en alcohol por el maltrecho orificio anal hasta que el fluir de sangre se detuvo. No había en la señora el menor atisbo de conmiseración. Sólo la impulsaba el deseo de evitar toda consecuencia física, como una infección con su secuela de fiebre, que le impidiera gozar durante algunos días de esa perra a la que le interesaba mantener con buena salud exclusivamente en su propio beneficio. La dejó casi exánime en el piso, cerró la puerta con llave, lavó el rebenque, lo guardó en su lugar y llamó al celular de Laura. El martirio de Claudia la había excitado sexualmente al punto de tener que desahogarse y lo iba a hacer con su otra sumisa.
-¿Dónde estás? –le preguntó.
-Buenas tardes, señora, estoy en la facultad. -contestó en voz baja la cachorrita, que en ese momento se encontraba en plena clase.
-¿A qué hora terminás?
-A las tres, señora.
-A esa hora te venís para acá. ¿Entendido?
-Sí, señora. –dijo Laura, y Blanca cortó la comunicación para dirigirse al dormitorio con el propósito de disfrutar de una siesta y recibir en buena forma a la rubiecita.
Eran poco menos de las cuatro cuando Laura llegó a casa de la señora, que la recibió cubierta con su bata de baño, el cabello húmedo y toda ella oliendo a jabón y perfume. La sumisa la saludó como le estaba ordenado, besándole la mano de rodillas y entonces Blanca observó que no llevaba el pelo suelto, como de costumbre, sino que se había hecho una larga trenza desde la nuca hasta la mitad de la espalda. De esa trenza la tomó para ponerla de pie y arrastrarla tambaleando entre quejidos hasta el comedor. Allí tomó asiento en el sofá, la hizo poner en cuatro patas ante ella y le dijo:
-Así que te cambiaste el peinado...
-Sí, señora, hoy me dieron ganas de...
-¡¡¡¡¿Ganas?!!!! ¡¡¡¡¡¡¿Qué te dieron ganas te atrevés a decirme?!!!!! ¡¡¡¡¡Yo soy la dueña de tus ganas!!!! ¡¡¡¡¡¡¡Yo soy quien decide cómo te peinás!!!!! ¡¡¡¡¡Yo soy quien decide todo!!!!!
-Ay, señora, pe... perdón... es que... ¡perdón!... –murmuró Laura asustada por la ira de la señora.
-Yo no perdono las desobediencias, las castigo, y ya vas a ver cómo te voy a castigar... -la amenazó y tomándola otra vez de la trenza la llevó hasta una silla donde sin hacer caso de sus súplicas la hizo inclinar sobre el respaldo con la cara y las manos en el asiento, le bajó el jean y la bombacha hasta los tobillos y fue en busca de su rebenque dejándola sollozante y temblando de pies a cabeza. Se proponía aplicarle un correctivo ejemplarizador del cual una buena zurra iba a ser sólo el principio.
Cuando volvió junto a ella le dijo mientras le deslizaba la lonja del rebenque por las nalgas de arriba hacia abajo una y otra vez:
-Nunca más vas a hacer nada que yo no te haya ordenado o permitido...
-No, señora... le juro que... que nunca más voy a... ¡¡¡aaaayyyyyyy!!!
La hizo callar de un rebencazo y siguió hablándole demorando ex profeso el comienzo de la paliza, para incrementarle el miedo:
-Vas a aprender de una buena vez por todas que vos sos una perra de mi propiedad, un simple animal ¿oíste? Un animal sin más voluntad que la mía...
-Por favor, señora... por fa... ¡¡¡¡aaaayyyyyyyyyy!!!! –y comenzó a castigarla con azotes lentos y fuertes hasta que le dijo:
-Vas a contar cada rebencazo y después decís "por haber hecho mi voluntad" –y descargó un nuevo azote sobre el culito que ya había empezado a colorearse.
-¡¡¡aaaaahhhhh!!!... uno, por... por haber hecho mi voluntad...
Y la paliza siguió mientras la señora se iba excitando cada vez más, estimulada por la embriagadora sensualidad del poder absoluto que tenía sobre esa hembrita.
-¡¡¡¡aaaaaaayyyyyyyyy!!!!... quince... por haber hecho... por haber hecho mi voluntad...
El rebenque caía ahora en forma vertical sobre una y otra de las nalgas y Laura, arrasada en lágrimas a esa altura de la azotaina, se aferraba con fuerza al borde de la silla para no caer al piso.
-aaaaahhhhhhhhhhh... cua... cuarenta, por... por haber... por haber hecho... por haber hecho mi voluntad... –dijo la rubiecita con un hilo de voz. La señora le palpó las nalgas ya rojísimas y las notó hirviendo bajo su mano. Entonces consideró finalizada esa primera parte del castigo. Tiró de la trenza y enderezó a Laura, que apenas podía tenerse en pie y no dejaba de llorar. De un empujón la echó al piso, salió del comedor y regresó enseguida con una tijera grande. Arrastró a la sumisa al baño y la puso arrodillada frente al inodoro, levantó la tapa, le sostuvo la trenza tirante y la cercenó de un firme tijeretazo mientras sentía que estaba mojándose. Puso la trenza en el cesto de residuos y siguió cortando aquí y allá, sin ningún orden, furiosa y excitada al mismo tiempo, dejando en la cabeza de Laura zonas donde sólo había cuero cabelludo y otras con pelo de muy distintos largos y volúmenes.
La sumisa, al advertir lo que la señora le estaba haciendo, se había puesto a llorar con desesperación, clamando por una piedad que no le sería concedida, agobiada por el intenso dolor en las nalgas y esa tortura sicológica a que se la sometía con el salvaje arrasamiento de su cabellera. La señora oprimió el botón y los abundantes mechones de cabello rubio desaparecieron en el torrente del agua que se llevaba también jirones de su dignidad. Enseguida levantó a la sumisa, la paró ante el espejo y la obligó a mirarse. Laura vio su imagen a través de las lágrimas que le bañaban los ojos, y su llanto arreció hasta que de pronto escuchó a la señora decirle:
-Esto es para que nunca más, ¡nunca más! ¿me oís? hagas lo que tengas ganas de hacer si yo no te lo permito. Soy tu dueña, Laura, me pertenecés por completo. No tenés derecho a nada si yo no te lo concedo.
Y entonces una extraña calma fue ganándola de a poco. Se dijo que nadie es dueño de algo si ese algo no le interesa, que la propiedad de una persona sobre otra es una forma de interés, de reconocimiento, un interés y un reconocimiento que ella jamás había recibido de sus padres. La calma fue dejándole paso a un sereno regocijo. Dejó de llorar y se prometió a si misma que no volvería a agraviar a su dueña con nuevos actos de voluntad propia. Fue entonces cuando sintió las manos de la señora en sus nalgas y se inclinó hacia delante para gozar de ese contacto en toda su plenitud mientras empezaba a mojarse. La señora le introdujo dos dedos en la concha y sus labios se abrieron en una sonrisa al percibir el fluir de jugos.
-Ponete en cuatro patas y seguime, cachorra. -le dijo, y se encaminó hacia el dormitorio chorreando flujo. Una vez allí se sentó en el borde de la cama, tomó la cara de Laura entre sus manos y la besó largamente en la boca, estremeciéndose al contacto de las lenguas. La sumisa se entregó por completo a los labios de la señora cuyas manos buscaron sus tetitas con los pezones ya bien duros y enhiestos, presas indefensas y gozosas entre esos dedos que los habían capturado. La señora separó las rodillas, abrió su bata y acercando la cara de Laura a su concha le dijo:
-Quiero tu lengua aquí, cachorra.
La rubiecita aspiró hondamente el aroma que emanaba de ese nido mojado y se puso a lamer entreabriendo los labios con su lengua ávida, moviéndola de un lado al otro, de abajo hacia arriba una y otra vez, con lamidas ansiosas y dirigiéndola a veces como un dardo hacia el orificio donde la hundía lo más posible mientras escuchaba embelesada y caliente los gemidos y jadeos de su dueña que aumentaron en intensidad cuando la lengua y los labios comenzaron a ocuparse del clítoris. Después, ya con ambas sobre la cama, todo fue una vorágine de bocas buscando las conchas, de piernas y brazos enlazados, de manos crispadas ciñéndose sobre carnes estremecidas en el ardor del deseo. En un momento la señora saltó de la cama dejando a la rubiecita revolcándose y jadeando en el paroxismo de la calentura, se colocó el arnés y conteniendo el orgasmo que se preanunciaba la penetró por el culo sin dilaciones arrancándole un grito que parecía provenir de sus entrañas. La tenía echada de espaldas y mientras movía las caderas haciendo avanzar y retroceder el dildo dentro del culo comenzó a abofetearla.
-¡¡¡Sí, sí, señora, mi dueña, sí, pégueme, pégueme!!! –gritaba Laura. -¡¡¡Haga lo que quiera conmigo!!! -y su cara iba de un lado al otro a cada nueva cachetada que le enrojecía el rostro haciéndole saltar las lágrimas sobre sus mejillas.
Por fin ambas explotaron en orgasmos violentos e interminables, cubiertas de sudor caliente y enredadas entre sábanas que olían a hembra.

La historia de Claudia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora