Capítulo 25.

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—En realidad, cuando te conocí a vos, Claudia, y después a vos, cachorra, empecé a sentir envidia de Blanca. Acompañándola en sus prácticas empecé a sentirme yo también una dominante, cada vez más una dominante y entonces, poco a poco, le fui dando forma a la idea de robárselas. Ya no me alcanzaba que ella me dejara compartirlas. Ustedes seguían siendo propiedad de ella y yo las quería mías como lo son ahora.
Mientras la escuchaba, al principio atónita, la expresión en el rostro de Laura iba cambiando del asombro a la inquietud y al miedo alternativamente. Había conocido cierto nivel de perversidad de Inés, pero se preguntaba adónde podría llegar ahora que ella y Claudia eran suyas.
A Claudia, por el contrario, se la veía tranquila. Sicológicamente estaba mucho más degradada que la cachorra y sentía que el cambio de situación no la afectaba demasiado en su condición de sumisa.
"Al fin de cuentas soy un animal. –se dijo. ¿qué puede importarme quién sea mi dueña?"
—Tengo todo perfectamente planeado para que Blanca no vuelva a saber de ustedes. –siguió la peluquera:
—Vos, Claudia, vas a renunciar a tu trabajo en la radio, ya que ella podría ir a buscarte allí. Además, vas a dejar tu casa por la misma razón. A partir de ahora yo te proveo de la cucha y el alimento, porque además tengo planes y te necesito todo el tiempo a mi disposición.
La sumisa no se alteró mientras como en una película pasaba por su mente su vida anterior: su infancia y adolescencia con los azotes de su madre, la irrupción de Blanca, algunos novios, la carrera universitaria interrumpida, su adicción al castigo que la había llevado a entregarse a la señora. Y ahora este presente en manos de Inés. La renuncia a su trabajo significaría abandonar el último espacio que la vinculaba con una existencia normal, y no le dolió, porque en poder de Blanca había aprendido que esa forma de existencia no era para ella.
En medio de sus cavilaciones escuchó a Inés dirigirse a Laura:
—Y vos, cachorra, renunciás a la veterinaria, pero seguís en la facultad.
Al escuchar que debía dejar su trabajo la sumisa abrió mucho los ojos y amagó con una protesta que Nelly acalló de inmediato con una fuerte palmada en la nuca y un grito:
—¡Cerrá el hocico, perra insolente!
—Gracias, Nelly, muy bien. –aprobó Inés con una sonrisa, y le advirtió a Laura endureciendo la expresión de su rostro:
—La próxima vez que me interrumpas con un ladrido voy a hacer que te arrepientas de semejante insolencia. ¿He sido clara?
—Sí... sí, señora Inés... –contestó la cachorra asustada y ahogando con dificultad un sollozo.
—Pedime perdón. –le ordenó la peluquera con tono helado.
—Pe... perdón... perdón, señora Inés.
—Eso está mejor, cachorrita. Bueno, empecemos otra vez. Vas a dejar tu trabajo pero seguirás yendo a la facultad. Tus estudios no me interesan, pero creo que ese lugar es un excelente coto de caza por las muchas compañeritas que debés tener allí. Además le contaste a Blanca de una tal Paola que está medio loquita por vos, así que después vamos a hablar de esa chica. Me parece que no hay peligro de que Blanca te busque ahí. Es una mujer muy primitiva, con muy poca educación y ese ambiente seguro que la intimida. No se atreverá a aparecer allí para llevarte otra vez con ella. Vos vivís con tus papis, ¿cierto?
—Sí, señora Inés.
—Bueno, mañana les decís que te vas a vivir sola. De vos también quiero disponer a tiempo completo.
Laura sintió que un relámpago de angustia la estremecía. El regreso diario a casa, el contacto con sus padres –aunque distante y frío— le había servido desde que era sumisa de la señora Blanca como una especie de nexo entre esa sumisa y Laura, la chica normal, la hija, la estudiante universitaria, la chica que se saludaba con los vecinos. Ahora Inés estaba arrasando con su ser Laura. Ahora ya no habría regreso diario a casa ni vecinos con los cuales saludarse. No habría Laura sino apenas débiles rastros de ella en algún lugar de sí misma y que seguramente se irían diluyendo hasta desaparecer por completo. Ahora ella sería sólo la sumisa, la cachorra, una perra a la que su nueva dueña usaría a su antojo. Sintió que las lágrimas rodaban por sus mejillas y pensó que esas lágrimas se llevaban lo que quizás era su última nostalgia por lo que había sido y ya no volvería a ser.
—¿Me oíste, cachorra? –le preguntó Inés.
—Sí, señora Inés. Haré lo que usted quiera. –respondió sumisamente.
Claudia, que permanecía, como Laura, arrodillada con las nalgas sobre los talones y las manos en la nuca, la miró sintiéndola en ese momento más cerca que nunca.
"Ya está. Ya es completamente una sumisa." –se dijo con cierta oscura satisfacción. –La señora Inés le está deshaciendo su vida y creándole una nueva, y Laura lo acepta. Ya está. Ya es como yo, un animal."
Después de haberles explicado a las sumisas la nueva situación, Inés pareció desentenderse de ellas y dijo dirigiéndose a sus cómplices con tono divertido:
—¡Ay, mis queridas! ¡No quieran saber cómo está Blanca por haber perdido a sus perras!... Cuando pasaba el tiempo y éstas dos no volvían empezó a moverse por el living como una leona enjaulada, preguntándome una y otra vez qué pensaba yo, jeje... si creía que se habían escapado o alguien se las había llevado. Yo me hacía la tonta, la desorientada... Después me hizo acompañarla al supermercado y allí les preguntó a todas las cajeras si las habían visto... Se las describía diciéndoles cómo estaban vestidas, jejeje... Cuando nos volvíamos repetía una y otra vez que se las habían robado. "¡No, Inés, no! ¡Esas dos no se me hubieran escapado! ¡Me las robaron! ¡Alguien me las robó!" –gritaba como una loca. En fin, muy divertido. Y lo bueno es que jamás sospechará de mí.
Terminó el relato con una carcajada triunfal y le preguntó a Laura a qué hora estaban sus padres en la casa.
—Mamá está todo el día y papá vuelve a eso de las 8 de la noche, señora Inés.
—Muy bien, entonces el lunes a la noche te llevo así hablás con ellos, recogés todas tus cosas y te venís conmigo.
—Sí, señora Inés.
—Tenémela lista para el lunes a las ocho de la noche, Nelly. –pidió la peluquera y volvió a dirigirse a la cachorra:
—Y mientras tanto llamá a la gente de la veterinaria para decirle que renunciás.
—Sí, señora Inés, lo haré.
—Y a esta otra la paso a buscar el lunes a las 10 de la mañana para llevarla a la casa a que se cambie y de allí a la radio, para que presente la renuncia.
—Perdé cuidado, Inés. –dijo Nelly. –Para esa hora te la tengo lista.
La peluquera, ganada por una súbita inquietud, le preguntó a Claudia: —¿Tenés la llave de tu casa?
—Sí, señora, está en un bolsillo del vestido que traía.
Inés suspiró aliviada, ya que habría sido un problema que esa llave hubiera quedado en casa de Blanca.
—Bueno, mis queridas, ahora me voy. –dijo poniéndose de pie. Tomó su cartera, saludó a todas con besos en las mejillas y luego se plantó ante las dos sumisas:
—Saluden a su dueña. –les ordenó extendiendo una mano que ambas besaron mientras decían:
—Buenas noches, señora Inés.
La peluquera sonrió satisfecha y cuando salía del living precedida por Nelly se volvió y dijo:
—Si tienen ganas pueden seguir gozando de ellas... se lo ganaron, jeje...
Cuando llegó a su casa Amalia la esperaba en el living. Días antes Inés le había contado todo sobre su condición de bisexual y dominante, la relación de Claudia y Laura con Blanca, su plan para robárselas y lo que se proponía hacer con ellas.
—Necesito que me ayudes con todo esto. ¿Cuento con vos? –le preguntó finalmente.
La mujerona, que la había estado escuchando al principio con asombro y después con el rostro tenso y los ojos brillantes le contestó:
—Cuente conmigo absolutamente, señora.
Ahora, cuando Inés hubo dejado la cartera sobre una silla y se estaba quitando la chaqueta le preguntó con un tono de ansiedad en la voz:
—¿Todo bien, señora Inés?
—Todo salió perfecto, Amalia. Las dos perras ya son mías. El lunes me las traigo hasta el miércoles a la noche, porque mi marido vuelve el jueves a la mañana. Ahora llamá a la cocinera y a la mucama y deciles que les doy días libres y que se presenten el jueves. Yo voy a estar ocupada entre la peluquería y ver cómo anda la obra en el departamento, así que durante el día mis perras van a estar a cargo tuyo. Ocupalas en tareas domésticas y tenémelas bien cortitas.
La mujerona curvó sus labios finos en un rictus cruel y luego dijo:
—No se preocupe, señora. Va a dejarlas en muy buenas manos.
—Estoy segura de eso, Amalia. ¿Sabés? últimamente te venía observando con mucha atención y percibí algo en vos que me hizo tener la certeza de que me ayudarías, y no me equivoqué.
—Si me permite, señora –dijo Amalia mirándola a los ojos, —yo también intuía algo de usted por esas mujeres que la visitaban cada vez que el señor estaba de viaje.
Ambas intercambiaron sonrisas cómplices y prolongaron la conversación durante la cena compartida, luego de la cual Inés disfrutó de una noche de sueño sereno y profundo, típico de aquél que ha logrado un objetivo muy preciado.
Llegó el lunes e Inés despertó a las 8 de la mañana, tomó una ducha, desayunó junto a Amalia y a las 9,30 se dirigió en su auto a casa de Nelly, que la estaba esperando con Claudia ya lista para salir vestida de sirvienta.
Inés la notó pálida, ojerosa, e imaginando el motivo de su aspecto le dijo a Nelly sonriendo:
—Parece que le dieron con todo, jejeje... ¿me equivoco?
—No, Inés, no te equivocás. Ayer estuvimos cogiéndonos a ésta y a la cachorra todo el día y seguimos como hasta las cinco de la mañana. Ahora me quedé sola con ellas porque Rosario, Julia y Leticia se fueron temprano. A la cachorra le di una pastilla y la tengo durmiendo con un dildo en el culito.
—¿Vuelven las chicas? –quiso saber Inés.
—Ya no, Leti tenía que estudiar y vos sabés que Rosario y Julia trabajan, así que la voy a gozar yo sola y a las 8 de la noche te la tengo preparada para que te la lleves.
—No te olvides de hacer que llame a la gente de la veterinaria para decirles que renuncia.
—No, claro que no, despreocupate.
Se despidieron con besos en las mejillas y Nelly abrió el camino hacia la puerta con Inés tras ella llevando tomada por un brazo a Claudia, que se dejaba conducir dócilmente.
Momentos después, mientras iban en el auto, la sumisa pensó en la posibilidad de que algún vecino a vecina la viera entrar a su casa vestida de sirvienta, pero esa idea no la alteró. Ya había perdido por completo toda noción de la vergüenza y se dijo que si alguien le preguntaba por tan insólito atuendo le contestaría que regresaba de una fiesta de disfraces. Fue en ese momento que Inés le preguntó:
—¿Y, Claudita? ¿extrañás a Blanca?
—No, señora Inés. Ahora mi dueña es usted. –contestó luego de buscar infructuosamente dentro de ella algo siquiera parecido a un sentimiento. Escuchó la risita satisfecha de Inés y pensó: "¿Qué puede importarme a quién pertenezco mientras me den lo que necesito tanto?... este placer de ser dominada, castigada, humillada, cogida una y mil veces..."
Poco después llegaban a destino. Inés estacionó el vehículo y le ordenó:
—Bueno, andá, cambiate y volvé rápido, con alguna ropa en una maleta.
—Sí, señora. –contestó Claudia y entonces Inés le dijo:
—A partir de ahora vas a llamarme Ama, ¿oíste?, porque eso soy, tu Ama y el Ama de la cachorra. Ustedes son mis esclavas. ¿Está claro?
—Sí, se... perdón, sí, Ama, sí.
—¿Qué soy yo, entonces?
—Mi Ama, señora Inés, y el Ama de Laura.
—¿Y ustedes?
—Nosotras somos sus esclavas, Ama.
—Mis perras esclavas. –corrigió la peluquera.
—Nosotras somos sus perras esclavas, Ama. –dijo Claudia, e Inés sonrió profundamente satisfecha.
Ya dentro de su casa, la sumisa se dirigió presurosa a la planta alta, donde estaba su cuarto, buscó en el placard y sin vacilar optó por lo primero que vio: un bermudas verde claro, una remera azul, zapatillas blancas y medias deportivas. Se puso todo rápidamente, metió en una maleta de viaje alguna variedad de ropa: blusas, faldas, jeans, el traje azul, dos pares de zapatos, y volvió a bajar llevando en la mano su vestido de sirvienta.
Inés la observó mientras salía y cerraba la puerta con llave sin que tampoco en esta oportunidad la viera nadie.
"¡Qué buen ejemplar!" –pensó sonriendo lascivamente y en sus labios se dibujó un rictus de crueldad al recordar a Blanca y su furia por haber perdido a semejante hembra y a la linda cachorrita.
Camino a la radio Inés reparó en el crecimiento que había experimentado el pelo de la sumisa desde aquella vez que se lo cortó por orden de Blanca, y le dijo:
—Fue una equivocación de tu dueña anterior tenerte con el cabello cortado a lo varón, porque vos de varón no tenés nada. Vos sos hembra de la cabeza a los pies, así que voy a dejar que el pelo te crezca y cuanto más, mejor.
A todo esto habían llegado a la radio e Inés estacionó el vehículo en un sitio libre casi en la esquina. Claudia permanecía inmóvil a la espera de la orden de bajar e Inés, comprendiendo eso, sintió un profundo y perverso placer ante la absoluta falta de voluntad propia que mostraba Claudia.
"Es ya un autómata, un hermoso robot de carne y hueso, una esclava perfecta... debo reconocer que Blanquita hizo un excelente trabajo con ella", se dijo y sonrió complacida.
—Bueno, bajá. Arreglá todo rápido y no te demores charlando con nadie. ¿Entendido?
—Sí, Ama. –contestó Claudia mientras descendía para encaminarse con paso ligero y mirando al piso hacia la entrada del edificio en cuyo quinto piso estaban la radio.
Diez minutos después estaba otra vez en la calle. Miró el auto a lo lejos y se dijo que ahora su mundo era su Ama, sólo su Ama y la realidad que ella quisiera construirle, con las personas y las situaciones que su dueña decidiera.
Inés la recibió con una sintética pregunta:
—¿Y?
—Ya está, Ama, estuve con el jefe de personal. Me explicó que tengo que mandar un telegrama de renuncia y después llamarlo para que él me diga cuándo paso a cobrar mi sueldo y las comisiones que me deben.
—Muy bien, esclava. –dijo la peluquera satisfecha del desarrollo de los acontecimientos que había planeado. –Ahora te llevo a mi casa y ahí te tengo hasta el miércoles, a vos y a la cachorra aprovechando que mi marido está de viaje. –y luego de decir esto se sumió en reflexiones respecto del futuro próximo.
Si bien no conocía la casa de su esclava por dentro, parecía ser una buena propiedad que sin duda valdría muy buen dinero, y entonces le preguntó:
—¿La casa es tuya, perra?
—Sí, Ama, era de mamá y cuando ella murió me quedó a mí.
—¿Y tenés alguna otra?
—Una casita de fin de semana en las afueras, Ama.
Sin agregar nada más, Inés volvió a enfrascarse en sus pensamientos:
"Vendiendo las dos casas me haré de una muy buena suma. Tengo los ingresos de la peluquería que anda muy bien y lo que voy a ganar prostituyendo a las dos esclavas. Podría vivir muy tranquila aunque me separara de Edgardo. La verdad es que empiezo a sentirlo como un lastre para la vida que quiero hacer... Sí, en cuanto vuelva le digo que quiero el divorcio."
Y satisfecha con la decisión llegó a su casa. Amalia la recibió en el living vestida con su infaltable traje sastre, en este caso gris, camisa blanca y zapatos negros con cordones.
—Todo salió perfecto, Amalia. Esta perra ya renunció a su trabajo así que la tengo a tiempo completo.
—Eso me alegra, señora Inés. –dijo la vieja mirando fijamente a Claudia, que permanecía junto a su Ama con la vista en el piso.
—Ahora vos y yo almorzaremos atendidas por ésta y después me voy a la peluquería, Amalia, y queda a tu cargo. –y agregó dirigiéndose a la esclava:
—Sacate esa ropa y ponete el vestido de sierva.
—Sí, Ama. –dijo Claudia y obedeció presurosamente la orden. Quedó en zapatillas, sin las medias y vestida de sirvienta. Amalia la llevó entonces al cuarto de servicio, donde debió guardar toda la ropa y la maleta en el placard para volver después al living con la vieja.
Cuando Inés se fue después de almorzar junto a Amalia atendidas por la esclava, la vieja la encaró decididamente:
—Oíme bien. Soy la señora Amalia y así vas a llamarme. Vas a ser la sirvienta de esta casa hasta el miércoles. –le dijo. –Y yo voy a ser la encargada de mantenerte a raya y hacer que trabajes como corresponde. ¿Entendiste?
—Sí, señora Amalia. –musitó Claudia sintiendo lo de siempre cuando se la amenazaba: una mezcla de miedo, ansiedad y deseo que le aceleraba el corazón. Así era desde que su madre había empezado a azotarla siendo ella una nena y con el correr de los años y el sucederse de las palizas su adicción fue haciéndose cada vez más fuerte.
Claudia tenía una buena estatura, pero esa mujerona la superaba en algunos centímetros y era además muy robusta. Después de haberla amenazado levantó su mano derecha y poniéndola con la palma hacia el rostro de la esclava le dijo:
—Mirala.
Claudia alzó la cabeza y fijó la vista en esa mano grande, gruesa, sintiendo que se erizaba toda al imaginarla temible para el castigo.
Amalia le dijo entonces:
—Es grande, ¿eh, zorra?, y te aseguro que muy pesada. Date vuelta y levantate el vestido, quiero verte el culo.
—Sí, señora Amalia. –murmuró la esclava sintiéndose cada vez más ansiosa. Giró sobre sí misma y alzó el ruedo del vestido hasta la cintura.
La vieja miró durante algunos segundos esas nalgas amplias, firmes, redondas y carnosas. Aspiró hondamente por la boca y luego de expeler con fuerza el aire que había llenado sus pulmones apoyó las manos en ambas redondeces y dijo con la voz algo más ronca que de costumbre:
—Tenés un muy buen culo, zorra, y te aseguro que será un gusto para mí dejártelo rojo como un tomate, así que ya sabés.

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