Capítulo 27.

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Era la primera vez que la vieja sorprendía a su patrona en tales menesteres y no supo cómo reaccionar, pero Inés, desprendiéndose de Claudia al escuchar pasos sobre el parquet, le sonrió descaradamente y dijo:
—Te lo había contado todo sobre mis gustos, Amalia, así que andá acostumbrándote porque no pienso esconderme de vos si tengo ganas de meterle un poco de mano a mis perras...
—Está bien, señora, fue la sorpresa de la primera vez... nada más.
—Te entiendo, Amalia, te entiendo. —Dijo Inés y dirigiéndose a Laura agregó:
—Y vos, vení para acá.
—Sí, Ama. –respondió la cachorra y se acercó a la peluquera que la tomó de una mano y poniéndola de frente a la vieja dijo:
—Mirala, Amalia... ¿no es preciosa?
—Sí, señora, la verdad es que sí, es una chica muy linda... y esa otra también. –comentó la mujerona echándole una mirada a Claudia mientras recordaba su culo.
—Sí, son dos excelentes ejemplares y les voy a sacar mucho jugo. –dijo Inés. –Ahora llevátelas a la cocina, dejalas comiendo algo y después volvé, Amalia, que vamos a hablar.
Minutos más tarde ambas conversaban sobre la decisión de Inés de separarse del marido y su proyecto de prostituir a sus dos esclavas.
—Ay, señora, qué pena... –dijo Amalia al escuchar lo del divorcio.
—No, no, es una decisión que me hará muy bien.
—¿Y el señor ya lo sabe?
—No, lo hablaremos cuando él vuelva.
—Serás la Regente del lugar, Amalia. Estarás allí, digamos... de diez de la mañana hasta que yo vuelva de la peluquería alrededor de las nueve de la noche. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, señora, me parece muy bien.
—Esas dos estarán a tu cargo, te vas a ocupar de mantenerlas bien disciplinadas, de recibir a las clientas, de mostrarles a las perras y del cobro de los aranceles que por supuesto serán según el servicio que cada clienta elija. Ya te voy a dar los detalles al respecto.
La mujerona escuchaba entusiasmada. Le encantaría ese trabajo. Tendría poder total sobre ambas putas y se daría el gusto de calentarles el culo a diario con cualquier pretexto. Estaba muy excitada y con deseos de comenzar lo antes posible:
—¿Y cuándo cree usted que tendrá todo listo, señora? –preguntó.
—Supongo que en no más de tres o cuatro días estaremos en condiciones de empezar. Falta hacer muy pocas cosas en el departamento y ya está allí todo lo necesario para la prostitución de estas dos. Hay una habitación para cada una y otra equipada para ciertas prácticas que no pocas clientas podrían querer. Además, tendré allí mi dormitorio en suite. Ah, y te voy a dar un buen aumento de sueldo, porque admito que el trabajo será mayor al que hacés aquí, y con más responsabilidades.
Amalia se mostró agradecida y ya sentadas las bases del acuerdo entre ambas se despidió hasta el día siguiente.
Inés encendió un cigarrillo y se dijo que no tenía ganas de cenar. Era otra la clase de apetito que sentía. Fue hasta la cocina y vio que sus perras habían terminado de comer y conversaban en voz baja sentadas a la mesa. Al verla entrar ambas, en un acto reflejo, se arrodillaron velozmente.
Inés las contempló con un aire de triunfo y les dijo envolviéndolas en una mirada ardiente:
—Bueno, esclavas, ahora se dan un baño juntas y ni se les ocurra tocarse porque si llego a sorprenderlas en algo así se van a arrepentir, ¿está claro?... y además, de eso me voy a ocupar yo esta noche.
Un instante después Claudia y Laura disfrutaban de la ducha caliente, enjabonándose una a la otra lentamente, respirando con agitación y sin decir una palabra hasta que la cachorra rompió el silencio:
—Estoy... estoy muy caliente, Claudia... –dijo sofocada.
—Yo también... pero calmémonos porque ahora vamos a estar con el Ama... ya la oíste... –contestó Claudia sin dejar de pasarle la esponja enjabonada por ambas tetitas, que mostraban los rosados pezones bien erectos y endurecidos.
La cachorra alzó el rostro con el deseo de que Claudia la besara, pero ésta se mantuvo impasible a pesar de las ganas que sentía de unir sus labios con los de Laura, llenos y bien dibujados, temblorosos de deseo en ese instante, porque sabía muy bien que esa libertad le estaba prohibida.
Ambas salieron por fin de la bañera con sus conchas soltando flujos, se secaron y volvieron al living, pero Inés ya no estaba allí. Se miraron dudando qué hacer y en ese momento se oyó la voz del Ama:
—¡Vengan acá, al dormitorio, perras!
Cuando entraron, sus bocas se abrieron en una expresión de sorpresa. El Ama estaba de pie, totalmente desnuda y empuñando un artefacto desconocido para ellas. Se trataba de una especie de taladro, pero que en lugar de la mecha usada habitualmente para agujerear paredes y objetos tenía un cilindro de metal de dos centímetros de diámetro por cincuenta de largo en cuyo extremo había adosado un pene artificial de dimensiones considerables. Por debajo del taladro, en la parte de la empuñadura, surgía un cable largo en cuya otra punta había un enchufe que iba conectado a un tomacorriente.
Era uno de los numerosos elementos que Inés había comprado para equipar el departamento donde iba a prostituir a sus esclavas. Al ver las caras que habían puesto ante esa máquina de coger, lanzó una carcajada y fue hacia ellas. Alzo el taladro y dijo:
—Lindo juguete, ¿verdad, mis putas?... Ahora trepen a la cama. –ordenó. Ambas obedecieron sin dejar de mirar la máquina como hipnotizadas, y después debieron arrodillarse una junto a la otra, con la cara apoyada en el cobertor.
—Separen las piernas y ábranse bien las nalgas. –Les ordenó el Ama.
Sus esclavas le obedecían automáticamente, como si se tratase de robots, y este nivel de sumisión hacía que estuviera todavía más excitada. Se acomodó a espaldas de ambas perras e inspeccionó manualmente sus conchas, que tal como había imaginado ya chorreaban flujos.
Retiró sus dedos del nido de la cachorra y como había hecho anteriormente con Claudia obligó a la esclavita a que se los limpiara con la boca.
Ubicada entre ambas, se deleitó un instante observando excitada el contraste entre los culos de ambas esclavas: amplio hasta la exuberancia el de Claudia; deliciosamente perfecto en su pequeñez el de Laura. Empuñó entonces el taladro, se colocó entre las piernas de la cachorra y con una sonrisa lasciva le apoyó la punta del pene en el orificio anal, para después presionar un poco como si fuera a meterlo. La esclavita movió las caderas mientras de su boca escapaba un largo gemido. Inés emitió una risita burlona y movió el dildo hacia la concha de su perra, entreabriéndole los labios y dejando que el pene artificial permaneciera quieto en la entrada del sendero.
—Ama... por favor... por favooooor... –murmuró Laura derretida de calentura.
—¿Por favor qué, cachorra puta? –preguntó Inés retirando el dildo.
—Métamelo, Ama... métamelo...
—Te lo voy a meter si yo quiero, perra calentona, y no porque vos me lo pidas. –respondió Inés y concentró su atención en Claudia. Volvió a tocarle la concha, que seguía chorreando, y metiéndole allí la punta del dildo, le dijo burlona:
—Vos también estás caliente como esta otra, ¿eh?... Son dos reverendas putas, eso es lo que son... –y metió un poco más el pene artificial oprimiendo el botón que lo convertía en vibrador. La esclava corcoveó lanzando un prolongado gemido y se sintió morir cuando su Ama detuvo el mecanismo y retiró el dildo mientras se ponía reír a carcajadas. Estaba sometiendo a sus esclavas a una cruel tortura sicológica y disfrutaba con sadismo de ese divertimento. Cuando se cansó de atormentarlas las hizo a un lado bruscamente y se tendió de espaldas entre ambas, que lloriqueaban con las mejillas ardiéndoles de calentura insatisfecha.
Claudia miró a su Ama y se dijo que lucía muy bien a pesar de sus cincuenta años. Tenía el cutis aún lozano y la piel de su cuerpo se sentía suave al tacto. Los pechos no muy grandes se mantenían firmes y esos pezones oscuros, erectos y duros atraían los deseos de su boca. Sin esperar orden alguna se fue inclinando lentamente, con ganas y a la vez temerosa de que el Ama la dejara sin nada si ella se atrevía a tomar la iniciativa. Inés advirtió lo que su perra quería, y deseosa de sentir en sus tetas el hocico y la lengua de Claudia se las ofreció diciéndole:
—Ahora chupámelas, esclava, y mientras lo hacés, la cachorra va a darme placer con esa hermosa maquinita... –y le dijo a Laura:
—Vamos, tomá eso y cogeme, perrita...
Le indicó rápidamente los tres botones de distintos colores que servían para accionarlo, hacer avanzar y retroceder el cilindro de metal y para poner en marcha el vibrador, y después abrió sus piernas.
Mientras Claudia ya sorbía y lamía sus pezones, vio cómo Laura empuñaba el taladro y se lo acercaba a la concha, que sintió hambrienta y chorreando flujos. Antes de usarlo con su Ama, la esclavita probó el mecanismo y sus ojos ardientes se posaron en el dildo que vibraba prometedor de delicias.
—¡Vamos, perra! ¡Cogeme de una buena vez! –la urgió Inés. La cachorra, taladro en mano, miró esa concha depilada y se dijo que quizás al Ama le gustara una buena lamida antes de ser penetrada. Entonces se inclinó y besó esos labios inflamados por la excitación y brillando de flujo, para después entreabrirlos con los dedos y hundir entre ellos su lengua ávida, provocando en Inés un gemido de goce en medio de los jadeos que le arrancaba Claudia mamándole las tetas.
La luz tenue daba marco apropiado a la escena que tenía como protagonistas a esos tres cuerpos sudorosos que ondulando al ritmo del placer intenso que los encendía. Después de lamer un rato la concha empapada de su Ama, la cachorra encendió el vibrador y se lo hundió en el culo de un solo envión. El largo grito de Inés y sus convulsiones fueron como un estímulo que la impulsó a capturar con dos dedos el clítoris duro y erecto. Poco después, el Ama estalló en un orgasmo violento y prolongado que hizo gritar a Claudia como en un acto reflejo mientras la cachorra caía hacia delante con su boca manchada de flujos.
Ambas esclavas estaban tan calientes que sin pensarlo, mientras Inés jadeaba ya saciada a la espera de recuperarse, se lanzaron una hacia la otra para caer abrazadas a los pies de su Ama, besándose y acariciándose con desesperación.
—¡Sepárense ya mismo, grandísimas perras putas! –les gritó Inés al advertir lo que estaban haciendo. Superó con esfuerzo su agotamiento y mientras las esclavas se deshacían en súplicas y gritos abrió el placard, sacó dos cinturones largos y finos y dominando a golpes la resistencia de ambas hembras las ató por las muñecas al travesaño horizontal de la cabecera de la cama. Boca abajo y una junto a la otra.
Jadeando de furia ante tamaño indisciplina de sus perras, buscó un tercer cinturón, éste ancho y grueso, y se dispuso a castigarlas con toda la dureza que merecían.
Se paró entre ambas y azotó sus culos hasta dejárselos de color carmesí mientras las cubría de insultos y las pobres mezclaban ruegos con llantos y gritos desesperados. Pero el castigo no estaba concluido. En su perversidad, Inés había encontrado otra forma de martirio. Les liberó las manos mientras seguía insultándolas e hizo que se arrodillaran con la cara en el cobertor. Ambas lloraban a mares por la tensión nerviosa y el intenso ardor de sus nalgas. El Ama empuñó la máquina, sonrió con crueldad y les dijo:
—Van a aprender de una vez por todas que ni respirar pueden sin mi permiso, perras putas.
Accionó el vibrador y acomodándose entre las piernas de la cachorra le entreabrió los labios genitales con la otra mano y le hundió el pene artificial hasta el fondo. La esclavita corcoveó estremecida por esa sensación de goce que era como un bálsamo en medio de tanto sufrimiento. Sus gritos se transformaron en jadeos y gemidos en medio de esa marea de placer que la arrastraba hacia el orgasmo. Cuando Inés se dio cuenta de que estaba por acabar retiró el vibrador y lo hundió sin delicadeza alguna en el culo de Claudia. Los 24 centímetros por 4 del objeto metido brutalmente en la estrecha gruta arrancaron a la esclava un aullido desgarrador mientras Laura, tendida boca abajo, agitaba las piernas y lloraba histéricamente, al borde de una crisis nerviosa. El cilindro de metal avanzaba y retrocedía hábilmente graduado por el Ama, haciendo que el vibrador casi saliera por completo del culo de Claudia para volver a hundirse de inmediato en una alternancia que iba embriagando poco a poco a la hembra con una mezcla enloquecedora de placer y dolor.
Inés gozaba torturándola; gozaba tanto que empezó a mojarse y poco después, cuando advirtió que su perra estaba a punto de alcanzar el orgasmo le sacó el vibrador de golpe, con una carcajada que acompañó el rugido casi animal de la pobre esclava.
Dejó la máquina a los pies de la cama y entre insultos las arrastró tambaleantes hasta el baño, donde las obligó a tragar sendas pastillas de un poderoso somnífero que las mantendría dormidas al menos por unas diez horas.
Siguió humillándolas verbalmente mientras se complacía en abofetearlas y apenas unos minutos después ambas perras comenzaron a sentir que sus piernas flaqueaban y la visión se les hacía borrosa. En ese estado, el Ama las llevó a la habitación de servicio y las echó sobre la cama de un empujón, como si fueran meros desechos. Una extraña calma fue lo último que sintieron las esclavas antes de caer en la inconsciencia.

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