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Esa semana habías descubierto algo nuevo: podías ser la primera de la clase sin prestar una mierda de atención.

No es que hubieras hecho un estudio exhaustivo para descubrirlo, era simplemente que, últimamente, estabas ida durante las lecciones, y aún así bordabas los trabajos... Impresionante, en tu humilde opinión; aunque para ser sincera, pasar de lo que hablaban los profesores no era algo que te hiciese sentir especialmente orgullosa.

Habías hecho otro asombroso descubrimiento desde el día que se te fue la pinza: tu casa podía estar en silencio.

Quién lo diría, ¿eh?

Llevabas cinco días sin cruzar palabra con tu hermano, y esperabas que eso se prolongase hasta el fin de tus días.

¿Cómo de genial sería no tener que volver a hablar con el descerebrado?

Sonreíste inconscientemente ante el simple pensamiento de que esa utopía se hiciera realidad. No tener que soportar su escandalosa risa, sus estúpidos comentarios...

No te molestaba en absoluto lo de no hablar con él, la verdad. No te molestaba tener esa relación de mierda con tu hermano; él se lo había buscado a pulso. Habías pasado dieciocho años de tu vida aguantando sus gilipolleces, sus tomaduras de pelo, sus bromas pesadas, su complejo de emperador romano. Habías tenido suficiente.

En fin... aunque los últimos cinco días no hubieran sido los mejores del mundo, había algo bueno y nuevo: tu primera nómina había llegado al fin.

Después de las retenciones, la suma era ridícula, pero era tooooda tuya. Habías trabajado cada centavo de ella, así que, para mejorar un poco tu día, decidiste pasarte por el súper de tu barrio y darte un homenaje.

Un homenaje... con comida del súper —pensaste con desagrado—, pero un homenaje al fin y al cabo, Ina. Lo que cuenta es la intención.

Asentiste para ti, convenciéndote de que cualquier cosa sabría mejor si la comprabas con el fruto de tu esfuerzo. Llevabas con la idea en mente toda la mañana; de vez en cuando (los primeros días de tu actual pobreza, sobre todo) pasabas por delante de la zona de los refrigerados del súper y le veías. Te quedabas mirándole sin querer, porque era tan atractivo para ti como lo sería una universitaria tetona para el idiota de tu hermano o sus amigos.

El chuletón...

Doscientos cincuenta gramos de wagyu (o eso decía en la etiqueta), cocinados perfectamente a la parrilla... o en la sartén, que era lo que tenías disponible. En su punto, jugosísimo... Ya podías masticarlo.

La mierda de sueldo que tenías te serviría de sobra para hacerte con esa delicia.

Tu cuenta bancaria ya no estaba formada por ceros y, por si fuera poco, ibas a homenajearte con un chuletón del tamaño de un tapacubos. La vida tenía sus momentos.

La campanita de siempre sonó cuando te internaste en esa tienda que ya conocías bien, pero, aunque el sonido fue tan familiar como de costumbre, lo que no lo fue para nada era la chica que te dio la bienvenida a la tienda.

¿Dónde está el cajero?

Saludaste a la chica con una pequeña inclinación de cabeza y diste un rodeo por la zona de bebidas y de cereales antes de dirigirte al frigorífico donde se exponía la carne, pero no viste a Jungkook. Esa mañana había ido a clase, ¿no?

Por más que lo pensabas, eras incapaz de recordarlo.

Si Jungkook estaba o no en clase ese día, iba a seguir siendo un misterio para ti, puesto que el chico sieeeempre se sentaba en la última fila. Y a pesar de que tu capacidad de atención estaba bajo mínimos últimamente, tú seguías fiel a tu sitio frente a la pizarra, por lo que no tenías ni idea de si había estado allí o no.

Erase meDonde viven las historias. Descúbrelo ahora