//20. II//

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—Ya lo tengo todo —suspiró Tae en cuanto entró en el apartamento—, que sepas que tu madre me ha hecho darle la dirección de mi casa para saber dónde estabas. —Al ver tu cara de horror, el chico se apresuró en explicarse—. Tranquila, no va a venir. Por lo menos no esta noche.

—Gracias por traer mis cosas, Tae —murmuraste decaída, volviendo a tumbarte sobre la alfombra.

Lo que habías hecho solo un par de horas atrás... No tenías ni ánimos para pensarlo en profundidad...

A tu lado, sobre la alfombra gris, se tumbó Tae. Se había puesto de manera que su mano pudiera envolver la tuya, y la verdad es que se sentía bien, aunque no lo dijeses.

—Deberías mirar esto —murmuró con calma; te hablaba así desde que entraste en su apartamento hecha un manojo de nervios.

El chico puso frente a ti un aparatito que reconocías bastante bien: tu móvil. Debía haberlo traído junto a tu maleta. Solo lo cogiste porque el castaño parecía especialmente interesado en que lo mirases, pero la verdad es que te daba igual que incluso la mismísima reina de Inglaterra te estuviera llamando.

Nadie te llamaba, claro, al menos no en ese preciso instante. Pero sí que lo habían hecho...

—Me han llamado Nam y Hobi... y Jin —añadiste con desagrado—. Todo el mundo sabrá ya lo de la fiesta. Sí que se propagan rápido las buenas noticias —mascaste con sarcasmo.

—Hay... más llamadas —susurró Tae. Las había, sí; de hecho, de quien más llamadas perdidas tenías era de ese otro número—. No te he cotilleado el móvil —se excusó tu amigo rápidamente—, es que, en el camino de vuelta, no paraba de vibrar y... he echado un vistazo.

—Me da igual.

Apretaste la tecla de bloqueo unos segundos hasta que los comandos aparecieron y apagaste el móvil.

Una caja de cartón se te llevaba clavando en el costado derecho la friolera de treinta minutos, pero no tenías ganas de mover el brazo y apartarla. De todas formas, tampoco es que tuvieras mucho espacio para maniobrar. El salón estaba lleno de esas cajas de mudanza, porque Tae acababa de instalarse en el piso esa tarde, según te contó por mensajes.

Y ahí estabas tú, como buena amiga, celebrando su independencia.

—Tae, siento haberme colado así en tu casa —musitaste, controlando las ganas de llorar.

—Mi casa está para eso, Ina. Además, esta es también tu casa a partir de ahora. Puedes quedarte aquí el tiempo que quieras —ofreció con calidez.

—¿Has hablado con Jimin? —preguntaste, girando el cuello para encontrarte con su cara junto a la tuya.

—M-me ha... llamado, sí; hace un rato.

—¿Cómo estaba?

—¿Te apetece algo de beber? Tengo té... creo —dijo de corrillo, levantándose rápidamente del suelo.

No eras tan ingenua como para no entender que acababa de esquivar tu pregunta. Ahora estabas mil veces más preocupada que antes, porque si Tae no quería responder era porque Jimin estaba hecho mierda... y era tu culpa que lo estuviese.

¿Por qué lo echabas todo a perder?

Te levantaste casi arrastrándote por el suelo, con intención de ir a la cocina, que era donde Tae se había refugiado de tu pregunta. El piso era bastante grande, pero no era la razón por la que habías tardado casi dos minutos en llegar a la estancia, el motivo era el puto vestido de monja que llevabas y la desgana y tristeza que sentías desde la punta de los pies hasta el último pelo de la coronilla.

Erase meDonde viven las historias. Descúbrelo ahora