Prólogo

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Meath, Leinster 1254

Siempre será la elección, y no la casualidad, la que elija nuestro camino.

No recuerdo ese día, pero conozco la historia. Era una noche tenebrosa, oscura, de lluvia y viento. Un hombre corría desesperado, mojado, con un niño de diez años a su lado, y un bebé en sus brazos, vestidos con túnicas y capuchas negras. Una persona normal creería que les estaría persiguiendo algún animal del bosque, pero la realidad era otra. Tras ellos, les seguían un grupo de hombres a caballo, con las mismas túnicas que ellos. Miembros de la organización, o más bien, de la secta que alguna vez se unieron. A medida que les iban disparando flechas, el hombre las esquivaba o protegía a los niños con su propio cuerpo. Los tres estaban empapados, llenos de barro y algo de sangre, pero sobre todo el adulto estaba lleno de heridas casi en sus últimas. Fue un iluso al pensar que de lo único que debía preocuparse era de esa gente.

Los tres fugitivos se escondieron entre unos arbustos, esperando a que los jinetes se alejaran. Los perseguidores de negro se pararon allí cerca para buscar sus rastros, lo que provocaba que el corazón del adulto latiera acelerado por el miedo. Tuvo que taparle la boca al bebé para que no le escucharan llorar, mientras que el niño más mayor se aguantaba la respiración. Una vez que se alejaron lejos de ellos, salieron de entre los arbustos, y corrieron en dirección contraria.

Sin embargo, los jinetes eran el menor de sus problemas. Desde el aire, un rugido llegó a los oídos del hombre. Era aterrador, fuerte y desgarrador, incapaz de ser comparado al rugido de un animal común. Les acechaban entre las ramas de los árboles, y bajo las sombras de estos. Eran tan rápidos que no podía ver los ojos rojos que los caracterizan, pero lo que más odiaba de ellos era su gran olfato y habilidad de rastreo, lo que les dificultaría más el poder escapar. Para su mala suerte uno de esos monstruos le alcanzó en el brazo con sus garras, provocando una herida bastante fea. Ahí eran un blanco muy fácil, así que al esquivar al segundo monstruo volvió a coger a los niños, y siguió con su huida.

Se adentraron en la zona más profunda. Donde se encontraron con unas grandes secuoyas. Sus ramas les servían como obstáculos para esos monstruos, pero por desgracia de poco sirvieron. Además, no tardarían mucho en volver a cruzarse con los jinetes negros. En un descuido resbalaron y cayeron por una cuesta llenándose por completo de barro. Pero al menos ya no escuchaba a los demonios. Tampoco podía tranquilizarse, podían encontrarlo en cualquier momento por el olor.

El mayor de los dos infantes estaba agotado, y por la expresión de su rostro parecía que fuera a desmayarse. Aun así, le agarró del brazo con fuerza y continuaron corriendo. Debían llegar hasta algún poblado o hallar algún escondite, sino querían tener que volver con esa gente. Se maldecía a sus adentros por la mala suerte que estaba teniendo, o maldecía a Dios por no ayudarle, pues parecía que le había abandonado. En cierta forma le daba igual y lo comprendía, pero lo que no iba a permitir es que abandonara a sus hijos, dos almas inocentes que no habían cometido ningún pecado en sus cortas vidas.

Siguió corriendo, y corriendo. A pesar del cansancio, no permitiría que ella se quedara con el bebé. No era un arma que podía usar para sus planes, no estaba dispuesto a dejar que su mayor tesoro se convirtiera en eso. Tampoco podía permitirse volver a ser la marioneta de ese demonio, y dejar que la tierra fuera consumida por el fuego, la oscuridad y las cenizas del Infierno.

Al final llegó un momento en el que el niño no pudo más, pues era demasiado para él.

—Señor Derek, no puedo seguir corriendo. —el pobre tuvo que apoyarse en sus rodillas que temblaban para evitar perder el equilibrio.

—No te rindas Aiden, tenemos que seguir.

El pequeño cayó de rodillas al suelo, y casi se hubiera desplomado de no ser porque el hombre lo agarró antes de caer.

(1) El Lilim #Saga Guardianes de lo OcultoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora