¿Cuántas veces había perdido el control? Al menos unas cuatro o cinco veces, y quizá fuese una cifra aceptable para alguien con sus vivencias.
Había superado muchas zancadillas tanto en lo personal como en lo profesional. Sus cicatrices estaban a la par de sus logros. En definitiva, nadie podría acusarle de no tener actitud y aptitud para mantenerse en la lona: se enorgullecía de su orientación sexual, sobrevivió —y continuaba sobreviviendo— a las ínfulas clasistas, machistas y homofóbicas de su carrera, habiendo cosechado triunfos que hacia 20 años hubiesen sido impensables, se paseaba por las calles de México sin sufrir ataques de ansiedad y sintiéndose capaz de afrontar cualquier provocación, aunque siempre en constante estado de alerta.
Y sin embargo, cuando estaba con Aristóteles, su aplomo cedía, se aplacaba, le abandonaba. Al principio parecía que se mantendría firme e impasible, pero el desmoronamiento era inevitable.
Había entrado a esa habitación mentalizado en hacerle entender que no existía lazo alguno entre ellos, que lo hecho bajo los efectos del alcohol no significaba ni significaría nunca algo, pero en lugar de eso, lo estaba besando como si hubiese nacido para ello.
Las acusaciones del rizado habían resonaba por encima de sus propias advertencias, sus reacciones desobedecían a la razón y a la prudencia, su voz interior acallaba y desplazaba la lógica para arrojarlo a sus brazos.
No podía sentirse más decepcionado de sí mismo como en esos instantes en que se despojaba desmesuradamente de su ropa para volcarse a la caja de pandora que suponía Aristóteles, y de todas formas, ni la decepción era superior al apremio y al deseo de continuar probando sus labios hasta el amanecer y un tanto más.
Las manos de Aristóteles cercaban su cintura en un agarre distendido y sus labios recibiéndole tan prestos y anhelantes como los suyos, todo conjugaba un juego incorrecto y seductor imposible de resistir. Era mortificante a la vez que liberador permitirse esa osadía de reincidir como un alcohólico frente al whisky luego de un largo día soleado.
Aún quedaba el detalle de desconocer qué pasaría después de bebérselo a fondo blanco. ¿Valía la pena tomar ese riesgo? O peor todavía, ¿él quería hacerlo? Oh, Dios sabía que una parte de él moría por hacerlo. Su cuerpo entero vibraba a cada fricción, a cada jadeo, como si en medio de sus verdades mutiladas, él hubiese esperado ese desenlace.
La realidad era que podía indignarse por ser jaloneado en público, podía enojarse con Aristóteles por nuevamente empujarlo a lugares prohibidos y ponerlo en la línea de fuego de sus propuestas egoístas y sin sentido, escarbando en su intimidad como si aún tuviese derechos sobre él. Podía tratar de usar todo eso para justificar el irse de ahí y acabar con ese martirio, pero cuando sus pieles quemaban al contacto, cuando las palabras aludían a memorias felices, su voluntad se distorsionaba.
Le resultaba curioso la facilidad con la que podía pasar del agobio a la excitación bordada en miedo. Porque sí, aceptaba lo mucho que Aristóteles le seguía encendiendo como la primera vez —era su cuerpo reconociéndolo, eso se forzaba a creer, por supuesto—, pero también avistaba la angustia fluctuando cual patadas de abogado alertándole que ese magnetismo entre sus cuerpos pudiese significar otra cosa.
¿Realmente significaba otra cosa? El deseo, la lujuria, ese hambre carnal direccionado hacia el cantante era incluso más soportable que el sopesar que lo seguía amando. Cuauhtémoc apenas podía hacerse a la idea de que al haber estado tanto tiempo solo, el encontrárselo había despertado sensaciones dormidas. De seguro se dejaba llevar por los recuerdos y la soledad que le acompañaran durante esos años.
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Sin mentiras ~ Aristemo
RomanceLa linda historia de amor de los Aristemo sufrió un revés que parece imposible de remediar. Ahora, casi 10 años después, ambos se reencuentran, pero el odio y la culpa blandean sus armas en un intento suicida por mantener alejados a ambos corazones...