Capítulo XXII: entre dagas de lluvia

312 29 57
                                    


Deja de llorar, Aristóteles. Te avergüenzas y me avergüenzas a mí.


El pecho del joven convulsionaba al ritmo de los gimoteos que no había podido detener desde el momento en que se subiera al vehículo. Eran largos y constantes, bastante acordes a los que brotarían de un corazón roto.


Temo, perdóname, perdóname clamaba quedito y entrecortado agitándose sobre el asiento, negando con la cabeza y ocultando su rostro entre sus temblorosas manos sin poder dejar de recrear en bucle la desolada mirada que le dedicó su chico. Fue lacerante ver el segundo justo en que desapareció la alegría en la mirada de Temo, él había causado eso.


A la izquierda, su padre comprimía el rostro en muecas de disgusto, pero eso le valía mil hectáreas, mucho más cuando las lágrimas apenas y sí le dejaban ver el asiento del copiloto en frente de él. Ni siquiera podía respirar sin sentir que se ahogaba.


Aún no entendía por qué lo había ido a ver, se suponía que faltaban varios días para el fin de curso, ¿qué hacía en la ciudad? Debía estar preparándose para su gran noche junto a su familia... «Porque te ama y te extraña, tonto», le recriminó una vocesita en su interior, «y tú acabas de patear sus sentimientos».


Ahí estaba otra vez. Odiaba cuando esa maldita voz resurgía en medio de su oscuridad, siempre lo hacía en los peores momentos, recordándole lo inmerecido que era, pero en especial, detestaba que sin importar lo que dijera para desaparecerla, no podía evitar coincidir.


¿Cómo pudo pararse en frente de él y decirle aquellas barbaridades, esas mentiras que en el fondo él rogaba para que las distinguiera como cada vez que las perlas de Temo develaban sus inseguridades escondidas detrás de sonrisas falsas y cabeza gacha, de sus intentos por cambiar de tema aunque necesitara urgentemente sacar de sí el dolor y la decepción?


No, no podía permitir que eso escalara más lejos. Temo no se lo merecía.


Violenta, la mano de Aris buscó la perilla junto a él. Por una fracción de segundos, la imagen de su padre le paralizó pero era más grande la angustia por el sufrimiento que le estaba causando al castaño. Tiró con fuerza azotando el otro extremo de la puerta y en un salto de osadía, corrió calle arriba. Los gritos de Audifaz competían con sus latidos desaforados de miedo y ansiedad. El panorama estaba lleno de coches a la espera de la luz verde.


Se sentía desorientado, ¿cuántas veces giraron?, ¿o siempre fueron en línea recta después de abandonar el teatro? Con tanta agua y la noche arropándolos, era difícil ubicarse. Dios, él siempre había sido pésimo con las direcciones.


Dónde, dónde, dónde.


Todo lucía igual de borroso y cegador, pero teniendo la certeza de que detectaría a kilómetros a su castaño, se prohibió rendirse. Seguiría adelante a como diera lugar.


La ropa deportiva pegada a su piel le hacía más trabajosa la faena, aunque si le preguntaran, correría hasta el fin del mundo soportando cualquier peso extra con tal de estar con su Tahi.

Sin mentiras ~ AristemoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora